miércoles, 19 de febrero de 2014

Smith, el inmortal




            Desentrañar la leyenda de Roberto Smith, el inmortal, no fue una empresa sencilla en absoluto. Su fama refulgía en la década del cincuenta, pero su estela se va apagando paulatinamente hasta desaparecer por completo a comienzos de la década del ochenta. Todo lo que descubrí con posterioridad a 1982 sobre Smith me costó esfuerzos ingentes, un trabajo detectivesco para reunir los pocos datos desperdigados sobre su persona luego de ese año. Pero una vez que conté con esa información, fue aún más trabajoso separar la verdad de la leyenda. Intercalo, en este pequeño ensayo sobre su figura, fragmentos de la entrevista celebrada en 2007 con Eleuterio Cardozo, el campesino que afirma ser Roberto Smith.
            Smith comenzó su andadura como miembro estable del Gran Circo Imperial, aquel coloso de tela y metal en el que brillaran artistas extraordinarios como Benson & Hedges y El Intrépido Estévez, en 1952.  Sus primeras actuaciones –llevadas a cabo bajo el alias “el temerario”-  no presagiaban su futuro estrellato, tal como se deduce de esta crónica de la época:

            “El debut del así llamado Smith, el temerario, no pudo ser menos auspicioso. Este autoproclamado desafiante del peligro encaró una tarea a todas luces sencilla –el salto a una piscina con un metro de agua desde una altura de treinta metros-, sobre todo si se la compara con las habitualmente extraordinarias actuaciones del personal del Gran Circo Imperial. La multitud abucheó con toda justicia su acto, lanzándole, en clara señal de reprobación, elementos contundentes como ladrillos, sillas y un elefante, en una conmovedora demostración de que la unión hace la fuerza. Por suerte, el paquidermo no resultó lesionado.”

            Al poco tiempo Smith entendería que lo que en otros circos podía resultar digno de admiración, en el Imperial no era más que un acto vulgar y cotidiano. Si quería seguir perteneciendo a su elenco estable debía desafiar los límites del peligro, llevar sus pruebas a un nivel nunca antes alcanzado. Así fue como tomó la fatídica –o venturosa, depende de cómo se la mire- decisión de quitar la piscina de su número y saltar directamente hacia el duro suelo, sin intermediario amortiguador alguno.
            El público presente en aquella función no olvidaría jamás el impresionante desenlace de la proeza de Smith. Rumores de asombro y temor en partes iguales llenaban aquella noche la carpa del Imperial, mientras se acercaba el momento en el que Smith se lanzaría hacia el suelo y la fama. Los dueños del circo se mostraron preocupados porque, luego de una breve inspección del terreno, llegaron a la conclusión de que no había truco alguno; simplemente, Smith se arrojaría al suelo.
            La multitud esperaba anhelante el momento culmine de la noche, la actuación de Smith había sido publicitada como algo nunca visto, y eso, dicho por el Imperial, significaba algo verdaderamente interesante. Por fin, cinco minutos luego de la hora señalada, Smith subió a la tarima ubicada en el centro del escenario, visiblemente nervioso. Una vez allí tomó unos minutos para estirar sus músculos, y firmar un documento legal eximiendo de toda responsabilidad al Imperial en caso de que ocurriera lo peor.
            Por fin, luego de saludar a la muchedumbre con una reverencia exagerada, saltó.
            Todos los que se encontraban aquella noche retuvieron el aliento mientras vieron a Smith recorrer velozmente los treinta metros y por fin alcanzar el suelo con un sonoro impacto. El silencio se adueñó de todos los presentes al ver que el hombre no se movía. Luego del primer minuto, Smith continuaba inmóvil y, para peor, un charco de sangre empezaba a formarse alrededor de su cuerpo. Se temió lo peor, y con razón, puesto que minutos después un médico lo examinó y dictaminó, sosteniendo trescientos gramos de masa encefálica del desafortunado artista en su mano, que efectivamente había muerto.
           

            En este punto de la historia, la información debe ser tomada con suma cautela, dado que la misma resulta por completo inverosímil.
            El cadáver de Smith fue arrojado a la jaula de los leones como alimento, siguiendo la política de reciclaje extremo del circo. Y por la madrugada, gritos desesperados alertaron a los empleados del Imperial de que algo extraño estaba ocurriendo en esa jaula. Grande fue su sorpresa cuando llegaron hasta el lugar y observaron a Smith huyendo despavorido de los leones. Si bien en un primer momento se alegraron de encontrar a su amigo con vida, la felicidad duró poco, ya que hasta que lograron identificar la llave de la jaula –las doscientas setenta llaves del circo se encontraban en el mismo llavero, desafortunadamente- los feroces felinos le ocasionaron heridas que hacen muy difícil continuar con vida, tales como la separación de su cabeza del resto de su cuerpo.
            El incidente no pasó desapercibido para la cúpula del Imperial, que resolvió inmediatamente el despido del médico de la empresa, convencidos de su poca pericia en dictaminar la muerte de un paciente. Dejaron el cadáver de Smith dentro de la jaula, dado que en definitiva iba a cumplir su cometido de alimentar a los leones. La pena por Smith fue honda, pero pronto se retomó la rutina habitual, dado que la muerte de un artista en el Imperial no era un acontecimiento extraordinario.
            Sin embargo, grande fue la sorpresa cuando, días después, Smith se presentó en las oficinas de la gerencia, sin vestigio alguno de los terribles infortunios que había sufrido y, por sobre todo, usando su cabeza sobre su cuello, a la manera tradicional. Los dueños del Imperial creyeron, al principio, que se trataba de un gemelo, pero cuando la actuación se repitió y Smith regresó al cabo de unos días, empezaron a pensar que se trataba de un ser inmortal. Al poco tiempo comenzaron las pruebas sobre él, en las cuales lo sometieron a todo tipo de tormentos mortales de los que era imposible salvarse. Smith fue, sucesivamente, empalado, cremado; estrangulado; descuartizado; ahogado; asfixiado; enterrado; aplastado; apuñalado; baleado; envenenado; decapitado; ahorcado; y sin embargo, días después se apersonaba ante la gerencia sin huellas de estas acciones, reclamando su puesto de trabajo.
            Ante la evidencia de la inmortalidad de Smith, el Imperial decidió convertirlo en su principal número, sometiéndolo a muertes cada vez más espectaculares para disfrute del público, y cambiando su alias para presentarlo, en un alarde de originalidad, como “Smith, el inmortal”. El Sr. Cardozo, en ocasión de nuestra entrevista, refirió al respecto:
            “Técnicamente, el nombre era erróneo. Yo, en rigor de verdad, no era inmortal. Puedo asegurarle, por el contrario, que el resultado de todas y cada una de esas pruebas fue mi muerte, en formas tremendamente dolorosas. Lo que ocurre es que volvía. De alguna manera, volvía. Me despertaba en algún lugar cercano al de mi muerte, y lógicamente volvía al circo, porque era donde, en definitiva, me ganaba la vida.”


            Lo extraordinario, de todas formas, pierde su atractivo con la repetición. Aun el acontecimiento más espectacular se vuelve banal luego de suficientes reiteraciones. Por ello, con el paso del tiempo el número de Smith fue perdiendo popularidad, ante lo previsible del mismo. La absoluta falta de otro talento del artista, fuera de su resistencia a permanecer muerto, terminó por condenarlo al ostracismo circense al cabo de unos años. Intentó utilizar su condición para probar suerte en otras actividades, como doble de riesgo o escudo humano, pero no logró equiparar el éxito de su trabajo en el circo.
           
            “Aprendí que tener una alta tolerancia a la muerte no garantiza el éxito, si se carece de otras aptitudes laborales. En mi caso, lamentablemente, no poseía ninguna otra habilidad además de mi reticencia a permanecer muerto. Como doble de riesgo no era muy solicitado, por la sencilla razón de que aun la acrobacia más sencilla estaba fuera de mis posibilidades, por lo que solo me llamaban para filmar personajes que morían ¿Ha visto Rambo III? Yo fui uno de los que el protagonista liquida, pero el director cortó mi escena en la sala de edición porque dijo que mi muerte no parecía creíble ¡Imagínese, con la práctica que tenía en el tema!”

            En el año 2000 su rastro se pierde definitivamente. Gracias a averiguaciones de extrema dificultad, que me llevaron varios años, logré dar con el paradero de Eleuterio Cardozo, habitante de Santiago del Estero que vive monte adentro y afirma desapasionadamente ser Roberto Smith, el inmortal. Cuando lo visité lo primero que me llamó la atención fue la humildad extrema de su morada, totalmente desprovista de lujos y comodidades que uno daría por sentado en el poseedor de un talento único en el mundo ¿Acaso Smith no habría lucrado incesantemente, como lo haría cualquiera de nosotros, con su talento? Si previamente desconfiaba de la veracidad de su identidad, aún más dudas me surgieron al ver sus condiciones de vida. Debo reconocer, sin embargo, que dio razones plausibles para este modo de vida.
            Además, mis dudas se acrecentaron al encontrarme con un hombre que no superaba los treinta años, con lo que tendría la misma edad desde hace más de cincuenta años. Cardozo manifestó que había dejado de envejecer al momento de su primera muerte, y que las causas de esta detención de su crecimiento le eran tan misteriosas como el origen de su inmortalidad.

            “No crea que existen tantas posibilidades comerciales para un hombre de mi condición. El mercado de la inmortalidad es muy acotado, pese a que uno podría pensar lo contrario.
            De todas formas, usted me ve vivir de esta manera y no entiende como alguien con mi capacidad no lleva una vida mejor. Le soy sincero: todo es cuestión del tiempo. Tenemos un tiempo limitado para todo, y eso es lo único que posibilita el disfrute. Le digo más, la más mínima posibilidad de que lo que sea que haga, lo esté haciendo por última vez, es lo que le permite disfrutarlo. Si usted tuviera la plena seguridad de que volverá a hacer el amor con la mujer amada, lo disfrutaría mucho menos; cuando se pierde un gol luego de una gran jugada lo lamenta porque sabe que tal vez no vuelva a tener la oportunidad de hacerlo; si sabe que podrá escuchar su canción favorita por los siglos de los siglos, no le parecerá más que un ruido molesto, allende la armonía de sus acordes. No existe emoción alguna en una vida desprovista de riesgo y con tiempo ilimitado.
            Supe tener riquezas incalculables, me di la gran vida. Pero una vez que entendí que mi tiempo era ilimitado, todo se volvió tan relativo que perdió su valor. Las mujeres que me dejaron no me causaron ningún mal: algún día encontraría otras como ellas;  los afectos que perdí algún día serían olvidados o reemplazados; la posibilidad de un tormento ni siquiera me inmutaba: para mi nada dura más de cinco minutos; cualquier objetivo perdió su importancia al saber que tenía la eternidad para lograrlo.
            Cuando el tiempo es finito, eso le da a uno la obligación de elegir, que es una obligación emocionante, porque una equivocación le hace a uno perder un tiempo precioso. No puede darse el lujo de cortejar a la mujer equivocada, porque eso le quita tiempo para la correcta; tiene que decidir sagazmente entre infinidad de libros por leer o películas por ver, porque no tiene tiempo para todos. Sin esa emoción, créame, la monotonía lo abruma.”

            Tuvimos una charla amarga en la que me comentó, entre otras cosas, que había intentado por todos los medios el suicidio, pero que si bien en todos los casos tuvo éxito, tuvo también la mala fortuna de volver a la vida. Durante un tiempo se dedicó a quebrantar la ley de diversas maneras, sabiendo que no había condena que lo amedrentara. Tuvo, también, una etapa dedicada a colaborar con la comunidad, aprovechando su condición de inmortal para convertirse en un superhéroe más bien modesto, de entrecasa. Pero terminó agotándose de todas estas actividades por su repetición.

            “Si algo me ha enseñado la inmortalidad, señor, es que lleva consigo el castigo más terrible que pueda imaginarse: el aburrimiento.”

            Todavía impactado por el peso de sus palabras, le manifesté mis dudas acerca de su condición de inmortal y de su misma identidad ¿Podía acreditar que en verdad era Smith, el inmortal, y que su título era justificado? Tuvo la amabilidad, por toda respuesta, de alcanzarme un antiguo revolver e invitarme a matarlo para que comprobara por mí mismo la veracidad de ambas afirmaciones.   
            Fue un momento extraño, nunca había matado a un hombre, ni siquiera le había disparado a alguien. Al principio me negué, pero unos minutos después un deseo morboso e irrefrenable se apoderó de mí. Le disparé en la cabeza. Uno de los lados de su cráneo se fragmentó en miles de pedazos compuestos por sangre, piel, cabello y hueso. No me caben dudas de que estaba muerto. Me asusté y huí  raudamente.
            Jamás volví a averiguar si había vuelto a la vida. Guardo la esperanza de que así sea.  

1 comentario:

  1. El contenido genera interrogantes filosóficos y el final inesperado.Muy bueno Rodrigo

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