miércoles, 24 de junio de 2015

Las aventuras de Harley & Marlboro - II



III

           
            A pesar de que el invierno se estaba acercando, el asfalto al mediodía se calentaba demasiado con el sol. Al igual que nuestras patas, nuestros lomos, nuestras cabezas, los árboles, las piedras y el mundo, en general. El entusiasmo inicial de Harley había mermado luego de los primeros cinco kilómetros. El mío no, porque nunca había existido.
            -¿El rastro de las plantas se hace más fuerte, Marlboro?- preguntó Harley esperanzado.
            -Totalmente. –contesté, señalando hacia las montañas que había al otro lado del río que bordeaba la ruta, que estaban llenas de vegetación de todo tipo. Harley decidió no contestarme y se limitó a gruñir disconforme.
            -¿Por qué no bajamos hasta el río y descansamos unos minutos?-propuse, podemos seguir luego, cuando baje el sol.
            Tomamos un camino aledaño y descendimos por él hasta llegar a la orilla del río. Luego caminamos un poco más hasta que encontramos un sector del mismo en el que el agua corría calmadamente, lo suficiente como para tomar un poco y refrescar las patas. Nos echamos debajo de un sauce, la arena estaba agradablemente cálida. Harley estaba ansioso por seguir, pero entendió que yo necesitaba un poco de descanso y que cuando el sol no proyecta sombra es preferible no tentar a la suerte.
            Al cabo de algunos de minutos me levanté pensando que ya era hora de partir. No sabía hacia donde, pero creí que era importante mantenernos en movimiento. Harley, sin embargo, se quedó quieto, con sus orejas erguidas y sus ojos bien abiertos, olfateando el aire.
            -¿No estabas apurado por buscar a tu familia?
            -¿No lo sentís? –preguntó – Es carne.
            Olfateé en la misma dirección y no alcancé a sentir nada de eso. Comencé a preguntarme si no era una mala idea que confiáramos en mi olfato para emprender ese viaje. Es decir, en realidad sabía que era una mala idea, pero hasta ese momento no me había dado cuenta de lo mal que estaba mi nariz. Un nuevo esfuerzo olfativo me hizo tragar una buena cantidad de moco disuelto por el sol y ahí, si, entonces, un leve aroma a carne y sangre me activó nuevamente el deseo de vivir.
            Comenzamos a caminar río arriba, siguiendo el olor. Harley estaba completamente entusiasmado, pero yo me mantenía cauto, mis años en la calle me habían enseñado que las buenas comidas nunca eran totalmente gratis. A medida que el olor se hizo más intenso comenzamos a ver un tráiler de los que venden comida rápida, desvencijado, herrumbrado, con el nombre “El choriloco” pintado en grandes letras rojas. A su alrededor colgaban chorizos frescos, y no parecía haber nadie cerca.
            Harley se abalanzó apenas vio la comida y arrastró una tira consigo. Yo, aunque estaba famélico, preferí inspeccionar un poco los alrededores para asegurarme de que no había peligro. Caminé hacia el otro lado del tráiler y me encontré con un panorama desolador. He visto muchas cosas terribles en mi vida. He visto perros ser desintegrados por un camión; he visto perros morir de hambre y frío, pero hasta ese día nada de lo que había visto me había provocado terror. Había ganchos colgando de una gruesa rama, y de ellos colgaban perros y gatos de todo tipo y color. Algunos estaban despellejados, de todos caían espesas gotas de sangre formando charcos de un color rojo oscuro, casi negro. Me quedé sin aliento por unos segundos. Cuando por fin pude volver a respirar, sin dejar de mirar los cadáveres, le dije a Harley:
            -¡Harley, no comas esos chorizos!
            -¿¡Porque no!? ¡Están geniales! – mientras decía esto apareció corriendo al lado mío. Llevaba en su boca un chorizo a medio comer.
            Al ver esa barbarie, Harley se quedó quieto durante algunos segundos. El chorizo colgaba de su boca como un cigarrillo pendiendo de los labios de un ebrio. Luego, comenzó a vomitar. Vomitó cosas que yo jamás imaginé que un perro podía comer. Cuando terminó, le dije que debíamos marcharnos inmediatamente, quien fuera el culpable de esa masacre no debía estar lejos, y si nos encontraba allí en minutos seríamos embutidos. Fue entonces cuando vimos al gato. Maldito gato.
            Estaba atado con una correa a un árbol cercano, cerca de un charco de sangre más grande y espeso que el resto, en el cual seguramente mataban a todos los animales antes de llevarlos a desangrarse a los ganchos. Apenas nos vio, comenzó a pedir ayuda.
            -¡Tenemos que ayudarlo!-dijo Harley, que encaraba todo tipo de empresas absurdas con el mismo entusiasmo.
            Nunca he sido un fundamentalista de la guerra entre gatos y perros, a decir verdad. He participado de algunas persecuciones, pero más que nada por integrarme a algún grupo, por ser parte de la manada. Pero nunca tuve intenciones reales de lastimar a alguno. No obstante, me encontraba lejos de quererlos y la idea de perder valiosos segundos de huida ayudando a uno de ellos tampoco me agradaba en absoluto. Además era uno de esos blancos y negros de los que había miles en las calles, la naturaleza iba a seguir su curso aunque perdiéramos a uno.
            -Seguro que estará bien – mentí descaradamente – probablemente su dueño solo fue a dar un paseo. Lo buscarán más tarde.
            Harley no me hizo caso y corrió en dirección al gato. Como me sentía más seguro cerca de otras potenciales víctimas, lo seguí.
            -Gracias, muchachos – nos dijo el gato – Apúrense, ese loco volverá pronto.
            Harley comenzó a morder la soga para cortarla. Yo me dediqué a hacer guardia, aunque solo pensando en mi propia seguridad. Estaba dispuesto a salir corriendo ante la menor amenaza. A esas alturas, no habría estado cómodo con la decisión de abandonar a Harley, pero con un poco de esfuerzo seguramente volvería a conciliar el sueño. Sin embargo, en una decisión que aun hoy me reprocho, decidí quedarme y hacer frente al peligro.
            El dueño de “Choriloco” apareció ante mi vista como una imagen grotesca hasta el absurdo. Lejos de la silueta sombría y digna de La Parca, este llevaba unos vaqueros manchados de sangre que todavía se estaba prendiendo, con unos dedos gordos y torpes. Tenía una remera que le quedaba un poco corta, así que un poco de panza quedaba a la vista colgando, y en general estaba tan gordo que no usaba cuello. Tenía manchas de grasa por todas partes, grasa y sangre. Apenas lo vi lo primero que pensé fue que no quería morir a manos de ese impresentable. Es decir, no quería morir a manos de nadie, claro, pero mucho menos de alguien que se limpiaba el culo y las manos con el mismo repasador.
            -¡Rápido, Harley!
            -¡Lo hago lo más rápido que puedo!
            -¡No me contestes, muerde la soga!
            El impresentable agarró un hacha enorme del suelo, tan grande que parecía más apropiada para cortar árboles antes que cuellos, y comenzó a correr hacia nosotros. Yo le ladré, porque a pesar de mis años en la calle, en ocasiones todavía creo en el poder milagroso del ladrido. Pero al parecer él no creía, porque no se detuvo.
            -¡Listo!- dijo Harley e inmediatamente salimos corriendo. El gato se quedó quieto en el mismo lugar. Al principio pensé que estaba paralizado por el miedo, y cuando el hacha empezó a bajar hacia él, creí que estaba a punto de pasar a tener catorce vidas, todas ellas muy cortas, y que si se moría era un maldito desagradecido que despreciaba nuestro esfuerzo. Pero a último momento esquivó el hacha y aprovechando que el gordo había quedado con su rostro muy abajo, saltó y le produjo un inmenso corte que le cubrió con sangre el lado derecho de su cara. Se tomó el rostro con ambas manos mientras gritaba sin parar. Los tres huimos río arriba.


            Casi una hora después, con el aliento recobrado y la tranquilidad de haber dejado al gordo a una buena distancia, los tres nos echamos a descansar y a disfrutar del último sol de la tarde. El gato aprovechó para contarnos que se llamaba Burton, y que había pasado la mayor parte de su vida en un galpón donde se almacenaban alimentos, ocupado en cazar cientos de ratas junto a otros gatos callejeros. No era una mala vida, pero un día se llevaron las últimas bolsas de alimento y las ratas abandonaron el lugar. La gente de la fábrica se llevó a algunos a sus hogares, pero él no tuvo esa suerte. Cuando el dueño de “Choriloco” apareció con su camión, los que quedaban pensaron que iban a llevarlos a seguir trabajando en otro lugar, pero para el momento en que se dieron cuenta de lo que los esperaba ya era tarde para escapar.
            -La mayoría murió mientras veníamos para acá, asfixiados. Ese miserable tenía el caño de escape conectado al tráiler para matarnos con el humo. Por eso quería cortarlo, para que cada vez que se mire al espejo se acuerde de mí y de mis amigos.
            Harley y yo nos quedamos en silencio, observando al gato con una mezcla de admiración y temor. Por fin el sonido de nuestros estómagos vacíos habló por nosotros, y entonces Burton nos dijo que lo esperáramos en ese lugar, porque estaba en deuda con nosotros. Desapareció entre los árboles y volvió al cabo de media hora, arrastrando con su boca una rata que era casi tan grande como él. La dejó delante de nosotros y, cuando le dijimos que podíamos compartirla, nos dijo que ya buscaría algo para él. En ese momento temí por todos y cada uno de los animales de ese bosque, cualquiera fuera su tamaño. Cuando se marchaba, Harley le preguntó:
            -¿Cómo hiciste lo de allá atrás, Burton? Digo, en un segundo estabas por morir y al siguiente el tipo estaba sangrando. – Harley hablaba con tanta fascinación que temí que estuviera por pedirle un autógrafo.
            Burton levantó una pata y en una fracción de segundo desplegó sus garras.
            -Está todo en los reflejos, Harley.



            IV


            -¡Dejá de preguntar pelotudeces!
            -Es una pregunta perfectamente válida, Harley.
            -¡No sé qué sabor tienen los perros!
            -Pero comiste uno hace algunas horas.
            -¡Vomité todo!
            -Pero antes lo saboreaste…
            Llevábamos dos horas caminando por la ruta, con ánimos y energías renovados porque la rata, aunque no tenía buen sabor, había resultado sumamente nutritiva. Durante ese tiempo me había dedicado a molestar a Harley con el hecho de que había comido chorizos de perro y él había tratado de ignorarme todo el camino sin éxito. De cuando en cuando intentaba extender y contraer sus garras como lo había hecho Burton, lo cual me daba otro motivo para burlarme de él.
            La noche se estaba cerrando, y aunque ninguno de los dos lo decía, la oscuridad nos estaba atemorizando por los acontecimientos de ese día. Debíamos buscar un lugar seguro para pasar la noche, pero era difícil encontrar tal cosa dentro del bosque.  Con el estómago lleno mi olfato funcionaba mucho mejor, así que habíamos cruzado el río hacía una hora y nos habíamos adentrado en las montañas. Estaba bastante seguro de que íbamos por buen camino, pero caminar de por una zona salvaje en esas horas podía ser muy peligroso.
            -Deberíamos detenernos a dormir. No es seguro caminar de noche.
            -No sé si podré dormir.
            -¿Por qué no?
            -Tengo miedo de que trates de comerme.
            -Pelotudo.
            -Es un miedo razonable, has comido perros antes.
            Harley hizo caso omiso de esta última broma y me preguntó si estábamos cerca de las plantas que estaba oliendo. Para ese momento la oscuridad era casi total, así que guiándome únicamente de mi olfato le dije que no podía precisar a qué distancia nos encontrábamos de la plantación de marihuana, pero seguramente estábamos cerca.
            Tras una breve discusión convinimos en que debíamos echarnos a descansar en ese mismo lugar, dado que en definitiva había cosas en el bosque que podían matarnos en cualquier lugar, no tenía sentido desperdiciar más energías buscando otro sitio para dormir. Harley parecía sorprendido de que no supiera manejarme en el bosque.
            -Lamento haber sido abandonado en la ciudad.- dije, para dejar atrás el tema.
            -¿Tuviste amos alguna vez?
            No tenía realmente deseos de contestar esa pregunta. Me quedé callado, pero Harley insistió.
            -Podemos hablar de eso si lo deseas.
            -No quiero hablar de eso.
            -No tiene nada de malo.
            -Lo sé, solo no quiero hablar de eso.
            -Seguramente no fue tu culpa, no tienes que sentirte responsable. Ellos son los que estuvieron mal.
            Observé durante algunos segundos a Harley, tratando de recordar en qué había estado pensando antes de emprender ese absurdo viaje con él. Al final lo miré seriamente.
            -Hice algo terrible, algo que un perro nunca debería hacer. Algo que me ha atormentado cada noche desde entonces.
            -¿Qué pasó? Podés contármelo, Marlboro, confiá en mí.
            -Fue en hace muchos años, mis dueños habían llevado otro cachorro de regalo, un caniche, Felipe. No creerías el brillo de su pelo, sus ojos eran como los de un peluche; tenía papeles, incluso, sus padres habían sido campeones, y sus abuelos antes que ellos. Me sentí viejo, feo y desagradable, pasé de dormir frente a la chimenea a un rincón olvidado en el patio.
            Dejé de hablar por unos segundos. Miré hacia la luna por unos instantes.
            -Todas las noches los veía desde el ventanal del patio, riendo y jugando con el perro nuevo. Algo comenzó a crecer dentro de mí, algo que me aterraba y me fascinaba al mismo tiempo – Harley comenzó a mirarme con ojos tensos – Entonces, una noche, mientras toda la familia estaba fuera, Felipe salió a dar una vuelta al patio…
            Harley tenía los ojos completamente abiertos, se incorporó levemente y dirigió sus orejas hacia mí. Yo desvié la mirada, y permanecí en silencio durante unos segundos.
            -¿Qué pasó, Marlboro? ¿Lo… lo mataste?
            -Peor… lo comí.
            Me miró por unos instantes. Sus ojos pasaron lentamente del asombro a la indignación.
            -Sos un pelotudo.
            -¿Por qué? – pregunté divertido – Pensé que vos me entenderías.
            -Pelotudo.
            -Fue como comer una nube, no sabés lo esponjoso que era. A vos te habría encantado.
            Harley no me dirigió la palabra de nuevo por esa noche, solo se dio vuelta y se quedó callado hasta dormirse.


           
            A la mañana siguiente, desperté y me encontré con Harley mirándome severamente.
            -Sos un pelotudo.- me dijo cuando todavía ni siquiera había logrado abrir los ojos.
            -Bueno, fue una broma, no es para tanto.
            -No es por eso. Mirá.- movió el hocico levemente hacia la derecha para dirigir mi atención hacia ese punto. A unos diez metros nuestros había una inmensa plantación de marihuana y detrás de ella algunas casas precarias. Habíamos pasado la noche a metros de nuestro destino sin saberlo.
            -Bueno, te dije que estábamos cerca, ¿Verdad? Vamos a buscar a ese chico y dejemos de perder el tiempo.
            Nos adentramos en la plantación. Harley no me dirigió la palabra en todo el trayecto, pero no me molestó. Estábamos en el camino correcto, el sol brillaba en el cielo y la brisa llevaba un ligero aroma dulzón que me hacía pensar que, al final, todo iba a estar bien.

Las aventuras de Harley & Marlboro - I



Últimas palabras



            Los años te hacen escéptico. Demasiada hambre, demasiado frío, demasiadas huidas. Las malas rachas generalmente terminan mal, y aunque fuera más optimista acerca de todo este asunto, hay un hecho que no puedo ignorar: no tenemos pulgar, así que definitivamente no vamos a salir de estas jaulas por nuestros propios medios.
            Harley está en la jaula de al lado, lo sé por su olor, y porque de vez en cuando ladra con un optimismo impropio de un perro que está esperando ser masacrado por un pitbull. Pero así es Harley, aun en los momentos más difíciles está convencido de que vamos a salir adelante. Y no hay razones para que no lo crea, a decir verdad, hemos salido de situaciones muy complicadas. Pero esta vez la suerte se acabó.
            Los pitbulls no son perros. Al menos estos. Lo eran, pero ya no lo son. Son máquinas, podrías ponerles a sus madres en el ring y las destrozarían. Y estas no son peleas, no estamos aquí para protagonizar ninguna hazaña. No se trata de coraje o pericia, y la suerte no tiene nada que ver en esto, ningún giro del azar nos va a salvar. Simplemente es puro diseño natural, ellos están hechos para matarnos, nosotros no. Tienen músculos más fuertes, colmillos más duros, piel más tirante. Nadie va a apostar por el perro ganador, aquí las apuestas se refieren al tiempo que vamos a durar vivos. Nuestra única  función es despertar en estos perros el gusto por la sangre.
            Los he visto desfilar toda la noche, con sus ojos rojos porque lo único que tienen en el cuerpo es odio, y algunos químicos que los hacen todavía más agresivos. Las jaulas se fueron vaciando con el pasar de los minutos y ahora solo quedamos Harley, Valentín y yo.
            Valentín es un fox terrier que tuvo la mala suerte de caer a este agujero de mierda porque a unos ladrones se les ocurrió entrar a robar a la casa de sus dueños y, ya que estaban, se lo llevaron a él también. Cuando vieron que era difícil venderlo por lo que valía lo tiraron en este infierno por unos billetes. Todavía tiene el pelo y los dientes brillantes, aunque la tristeza los haya opacado un poco. Podría decirse que no tiene ninguna chance una vez dentro del ring, pero eso puede decirse de todos nosotros. Cuando abren su jaula Harley comienza a ladrarle mensajes de ánimos y consejos de pelea. Yo, en cambio, soy más pragmático y le digo que si lo muerden en el cuello las cosas serán mucho más rápidas, no tiene sentido sufrir. Debe ser terrible, un día estás viendo la televisión en tu sillón favorito, descansando de un paseo por el parque, y al siguiente estás en una jaula mugrienta, cubierto por tu propia mierda y a punto de ser descuartizado por un idiota. Las vueltas de la vida.
            Odio ver a Valentín de ese modo, caminando hacia la puerta con todo el desgano de los que saben que es imposible resistirse. Odio vernos aquí a los tres, tan cerca de nuestro final. No puedo decir que mi vida estuviera llena de rosas, pero sin embargo no quiero que se termine.  Valentín camina sus últimos metros y no puedo evitar pensar en el camino que lo trajo hasta este antro de perdición. No sé si habrá sido largo o corto, pero de una cosa estoy seguro: este es el final.
            Harley, en la jaula de al lado, ha dejado de ladrar. Creo que definitivamente mi amigo también lo comprende: este es nuestro final.
            Ha sido un camino increíble.




Hippies, balas y un montón de marihuana




            I


            Hay que ser justos con ese chico: no era una mala idea en absoluto. Yo llevaba un par de meses viviendo en la casa abandonada al final de aquella colina, junto a algunos otros tan mestizos como yo. Básicamente habíamos ido ahí en busca del último refugio antes de la muerte, porque ninguno de nosotros era joven. Así que cuando por la mañana, luego de una fría noche de invierno, alguno de nosotros no se levantaba, lo tomábamos como algo perfectamente natural, el siguiente paso lógico dentro de nuestra miseria. Personalmente había abandonado todo el entusiasmo de mis años de juventud y me había dedicado a esperar lo inevitable. Todas las tardes iba hasta el paseo peatonal cercano a la colina y trataba de conseguir algo de comer, más por ocupar el tiempo en algo que por verdadero apego a la vida. Como si se tratara de respirar, no era un acto enteramente voluntario.
            Algunas veces un buen hombre nos llevaba alimento balanceado; más de una vez evité morir de inanición gracias a él. Pero la mayor parte del tiempo terminábamos revolviendo bolsas de basura o cajas con contenido desconocido, y generalmente sin éxito. No era una buena vida, y cuando alguno de nosotros trataba de cruzar la autopista cercana en búsqueda de comida, siempre me surgía la duda de si en verdad lo hacíamos para conseguir algo de comer o porque teníamos la secreta esperanza de que un colectivo hiciera estallar en mil pedazos toda nuestra desesperación.
            Así que, en síntesis, conocí a Harley en un momento límite de mi vida. Y me siento muy egoísta cuando pienso en la suerte que tuve de encontrarlo, porque eso fue consecuencia de que él perdiera a su familia y a toda la  vida y el mundo que hasta ese momento había conocido.
            Harley y otra decena de perros solían ir a pasear cerca de la casa de la colina, llevados con collares y correas por un paseador que no debía superar los veinte años de edad, un chico de musculosa y pelo largo que tenía algo que no me gustaba del todo. Yo solía observarlos con una melancolía desganada que se parecía más a la resignación. Sin embargo, de tanto en tanto mi interés aumentaba, cuando veía que algunas personas se acercaban al paseador y llevaban a cabo algún tipo de trato que no alcanzaba a ver con todo detalle a la distancia. Fuera lo que fuera, definitivamente no tenía nada que ver con los perros que llevaba a pasear.
            Una de esas tardes, mientras observaba al chico a una distancia prudente como de costumbre, apareció la policía. Dos patrulleros llegaron con sus sirenas ululando, acelerando como si se estuvieran quedando sin tiempo para evitar un asesinato. El chico fue rápido, le puso algo en el collar a Harley y salió corriendo colina abajo, hacia donde la vegetación se espesaba y le otorgaría mejores oportunidades de escapar. Los perros salieron corriendo instintivamente, incluso Harley, perseguido por un policía que lo insultaba mientras corría detrás de él. Ambos venían en mi dirección, así que yo también corrí. Es una de las reglas de la calle, si un tipo vestido con ropa de un solo color corre en tu dirección, debes huir. No pienses, no confíes, huye.
            Maldije a Harley por atraer al policía hacia mi dirección, y terminamos corriendo ambos en dirección al embalse cercano. Fue un error, por supuesto, el agua es un mal lugar para esconderse, salvo que quieras esconderte para siempre debajo de ella. Pero al parecer lo que Harley llevaba en el collar no debe haber sido tan importante porque al cabo de un par de minutos dejaron de perseguirlo. Nos detuvimos junto al dique para beber un poco de agua, hacía frío pero la persecución de todos modos nos había dejado agitados. Sobre todo a mí, que ya tenía algunos años a cuestas.
            -¡Pelotudo, porque no corrés para otro lado!- le dije a Harley apenas logré recobrar el aliento. Todavía jadeaba, pero supe darle al término “pelotudo” el tono despectivo que deseaba.
            Harley ni siquiera me miró, no creo incluso que haya sido consciente de que yo estaba a su lado. Miraba alrededor sin parar, con la respiración cada vez más agitada, pese a que ya habíamos dejado de correr. Inmediatamente supe lo que le estaba pasando, porque lo había visto en varias oportunidades. Era el comienzo de la desesperación porque se estaba dando cuenta de que se había perdido. Al cabo de algunos minutos reparó en mí y me preguntó si podía ayudarlo a regresar a su casa.
            -¿Hacia dónde queda tu casa?-le pregunté por curiosidad, en realidad no tenía intenciones de ayudar a nadie a hacer ninguna cosa.
            -En aquella dirección- levantó el hocico señalando un punto impreciso hacia el este.
            -Perfecto, eso es todo lo que necesitamos saber. Con esos datos será imposible perdernos.
            -¿Estás siendo irónico? No es el momento para ser irónico.
            -Perdón, la próxima vez consultaré el reloj antes. No vamos a llegar a tu casa caminando en ninguna dirección. Lo siento, pero estás perdido.
            Me alejé de Harley mientras volvía a la casa abandonada. Él se quedó solo a la orilla del dique y comenzó a sollozar. No tenía nada de malo, por supuesto, otros perros reaccionaban peor. Yo nunca había pertenecido realmente a algún lugar, pero podía imaginar que, en ese caso, perderte debía ser muy doloroso. Estaba a unos cuantos metros cuando escuché su voz, entrecortada por el llanto.
            -¿Puedo ir con vos? No sé dónde estoy.
            En fin, lo bueno de la miseria es que siempre puedes compartirla con alguien más.



            II


            A la mañana siguiente, me desperté apenas salió el sol, que me estaba dando directamente en la cara. Me tomé unos minutos para reflexionar si estaba contento por haber sobrevivido a otra noche, y al cabo decidí que, aunque no pensaba dar una vuelta olímpica para celebrarlo, no estaba del todo mal seguir respirando.
            Observé a Harley mientras dormía completamente encogido, con los músculos tensos y la respiración agitada. Usualmente a los perros perdidos les tomaba algunos días aceptar su situación, pero algo me decía que él no iba a rendirse fácilmente. Luego de algunos instantes en los que su respiración se agitó un poco más, despertó con un gesto alegre que desapareció a los pocos segundos.
            -Creí que despertaría en mi casa– explicó secamente sin que yo se lo preguntara.
            -No es muy común que el hada de los perros perdidos te lleve de vuelta a tu casa mientras dormís, pero si lo deseás con todo tu corazón, puede pasar.
            -¿Por qué no te vas a la mierda?
            -Lo haría con gusto, si pudiera. Eso mejoraría mi situación.
            -¿Cómo es tu nombre?
            -No tengo nombre, pero en una época me llamaban Marlboro. Creo que debe haber tenido algo que ver con una caja en la que dormía en ese tiempo.
            -¿No querés saber mi nombre?
            -No.
            -Me llamo Harley.
            -Felicitaciones. Les avisaré a los demás, lo anotaremos para encargar tu torta de cumpleaños.
            -¿Me vas a ayudar a regresar a casa?
            -¿No es obvio que no? ¿Por qué habría de ayudarte?
            -Podría haber un lugar para vos también. He oído que mis dueños están buscando otro perro.
            -Otro perro como vos, tal vez, un bonito pointer blanco y negro, pero no un mestizo como yo.
            -Tenés un parecido razonable a un border collie, aunque más grande. Digamos, un sesenta por ciento. Van a sentir pena por vos y te van a adoptar.
            -Genial, ahora sí no veo las horas de ir a buscar tu casa.
            -¿Estás siendo irónico?
            -No lo suficiente, al parecer.
            Harley se levantó y comenzó a estirar sus patas, como si quisiera quitarse el sueño del cuerpo. Se sacudió el polvo que tenía encima y luego me preguntó qué era lo que tenía atado al collar.
            Observé con cuidado la pequeña bolsa plástica, perfectamente cerrada, y llegué a la conclusión, sin dudas, de que era marihuana. Lo sabía porque había vivido unos meses en un asilo de ancianos, y uno de los viejos que más amable era conmigo fumaba de vez en cuando. Decía que lo hacía por el glaucoma, pero claro que eso no era verdad. Se llamaba José, y si normalmente era amable y gracioso, cuando fumaba esas dos cualidades se le desarrollaban todavía más. Dedicaba frases maravillosas a las viejas del asilo, decía toda clase de mentiras a los demás viejos y a las enfermeras, tocaba la guitarra y cantaba canciones que yo nunca había escuchado y nunca volví a escuchar. A los pocos días de que se muriera decidí marcharme de ese lugar, que de pronto se había hecho tan depresivo como cualquier otro asilo común y corriente.
            -Es marihuana- le informé a Harley- va a ser mejor que te la saques del cuello, si un policía te ve con eso te van a perseguir.
            Harley comenzó a tratar de quitarse la bolsa con sus garras cuando apareció uno de los perros más viejos de la casa y le dijo que se detuviera. Un perro sin nombre, como la mayoría de los que nos encontrábamos allí. A los fines prácticos, llamémosle simplemente el perro.
            -Dejate eso en el cuello, nene – dijo el perro, que llamaba a todos “nene”-, conozco ese olor, esa marihuana viene de los hippies que viven cruzando el río, a unos kilómetros monte adentro. Si los encuentran puede que encuentren a tu paseador, y que él pueda llevarte de nuevo a tu casa.
            Harley comenzó a mover la cola de felicidad. En ese momento me pareció insoportable su natural tendencia a confiar en que todo iba a salir bien, pero con el tiempo su habilidad para convertir una pequeña chispa de esperanza en una hoguera fue una de las cosas que más admiré en él. Decidí que quería ver hasta donde era capaz de llegar, sobre todo porque de repente, quedarme en esa casa destruida a esperar la muerte no parecía tan buen plan como antes. Bah, todos parecían planes malos, pero al menos este parecía un poco más divertido. Así que le dije que lo acompañaría, lo cual provocó otra oleada de alegría en él. Tuve, por un segundo, el deseo de informarle que estábamos en el planeta tierra, y ver si eso también lo alegraba.
            -Bueno, a olfatear se dijo. Dicen que los pointers tienen un olfato prodigioso… ¿Hacia dónde están los montes de marihuana, Harley?
            -En caso de que no lo hayas notado, Marlboro, tengo una bolsa de marihuana colgando del cuello. Todo huele a marihuana para mí.
            -Bueno, carajo, lo voy a tener que hacer yo –olfateé un par de veces contra el viento, básicamente lo que sentí fue el olor de mis mocos casi congelados, pero también otro aroma dulzón y lejano- Vamos en esa dirección.
            Comenzamos a caminar cuesta arriba desde ese momento, y todo el camino ha sido cuesta arriba desde entonces.

miércoles, 2 de abril de 2014

La despedida del Mago Galarza



            Aún recuerdo como si fuera ayer la primera vez que vi a Juan Ramón Galarza tocar una pelota. Tenía diecisiete años y comenzaba a despedirse de la quinta división del glorioso verdinegro. Yo fui a ver el partido de la quinta, justamente, porque me dijeron que había un chico que jugaba de enganche que prometía. Incluso, decían, podía llegar al fútbol grande. Era una mañana de sábado fresca, nublada, de esas ideales para jugar al fútbol. Las inferiores se enfrentaban a Boca, nada menos, y venían perdiendo parejo, por no menos de dos o tres goles cada división, pero se esperaba otra cosa de la quinta, que le hacía partido a cualquiera.
            Sin embargo, si recuerdo tan bien ese día no fue solamente porque vi jugar a Galarza por primera vez, sino también porque en el mismo equipo jugaba Remigio Vallejos, un número dos que, en silencio, sin estridencias, terminaría siendo tan importante para Nueva Chicago como Galarza, aunque ambos por caminos absolutamente distintos. A su manera, como digo, cada uno fue muy importante en el club, y representaron dos formas de ver el fútbol y, porque no, la vida en general.
            Galarza, se notaba, era un distinto, de los que parece que siempre van al trotecito y sin embargo llegan antes que el defensor. Debo decir, de todas formas, que pese a su evidente habilidad y buena técnica, como enganche no tenía futuro: le faltaba la solidaridad, el desprendimiento del enganche puro, ese al que no le importa que las fotos se las saquen al nueve, ese que piensa primero a quien dársela y no en su propio lucimiento. Por el contrario, Galarza era sumamente egoísta y un amante de la gambeta improductiva. Los años me dieron la razón: la mejor parte de su carrera jugó como media punta, y en ese puesto despuntó sin arrepentimientos el vicio de jugar para la tribuna.
            Vallejos, por su parte, era un hombre entregado al sacrificio y el esfuerzo. Un defensor feo, sucio y malo. A veces pienso que no le interesaba la pelota, que la consideraba un accesorio innecesario para su misión deportiva, una molestia de la que se desprendía con largos pelotazos de destino incierto. Incluso creo que sus escasas incursiones ofensivas –generalmente, cuando pisaba el área rival a la espera de un tiro de esquina- tenían objetivos meramente turísticos. Pero, que quede claro, Vallejos no era un jugador malicioso o traicionero: sus extraordinarios actos de violencia se producían siempre en la disputa del balón.  No había, en Vallejos, ningún vestigio del normal instinto de preservación de todo ser humano, y en cada intervención arriesgaba tanto su vida como la del rival.
            Aquel partido pareció una síntesis de lo que serían las carreras de ambos jugadores, y un prólogo temprano al incidente que los enfrentaría en el ocaso de sus trayectorias. La quinta de Nueva Chicago, de la que tanto se esperaba aquel día, perdió tres a uno, como solidarizándose con las demás divisiones. Galarza, que hasta el tercer gol de Boca había pasado bastante desapercibido, descontó con un gol exquisito, picando la pelota ante la salida del arquero, luego de haber superado con un autopase a los dos centrales rivales. Vallejos, que había ganado la mayoría de sus duelos con el nueve rival, terminó expulsado tras cometerle la falta que derivaría en el segundo gol xeneize, de penal.
            Quiero detenerme en la descripción de la jugada de este gol, porque considero que en ella se hallan gran parte de las razones para el desempeño que estos jugadores tuvieron en sus notables trayectorias profesionales. Pocas veces una jugada expresó tan claramente el carácter de sus protagonistas. Transcurrían, aproximadamente, los quince minutos del segundo tiempo, con todo el equipo lanzado en ataque buscando el empate. Galarza, en la mitad de la cancha, apretado por el cinco xeneize, le hace un caño pisado magnifico pero la pelota se le va un poco larga, y en lugar de ir a disputar el balón con el ocho rival, que había venido a ayudar a su compañero, finge un trote de compromiso en busca de la pelota absolutamente estéril. Luego de una pared rápida entre el ocho y el diez, todo Nueva Chicago queda mal parado y el ocho, acompañado por el nueve unos metros más atrás, atacan el arco con el único obstáculo –sin contar al arquero- de Remigio Vallejos.
Aquí nuestro último hombre realiza una jugada descomunal, digna de un hombre entregado por completo a una causa, de un talibán del fútbol. En primer lugar acude a la caza del número ocho, quien osadamente tira la pelota por un lado y va a buscarla por el otro. Vallejos, aun habiendo sido burlado, continúa al acecho del atacante. Recuerdo que a mi mente venían imágenes de un león persiguiendo a una gacela por la sabana africana. Cuando el volante xeneize vuelve a tomar contacto con la pelota, Vallejos, en una acción memorable, se lanza con los dos pies hacia adelante, llegando a trabar la pelota pero también impactando a su rival. El esférico continuó su marcha hacia adelante y fue recogido por el nueve de Boca, que encaró al arquero con tranquilidad, y ante la salida del mismo tiró una gambeta larga que tenía enormes probabilidades de éxito.
En este punto es cuando la jugada se transformó, definitivamente, en inolvidable. A la manera de los monstruos de películas de terror baratas, la reaparición en escena de Vallejos fue absolutamente ilógica teniendo en cuenta su lentitud habitual, su paso, casi diría, robótico. En el momento en el que el nueve boquense iba a patear al arco confluyeron, en ese punto de la cancha, además, el arquero y Vallejos, que venía lanzado como un tren sin frenos, y acudió con las plantas de sus pies a evitar que el delantero consiguiera su gol. Hubo, durante algunos segundos, una polvareda que hizo imposible ver exactamente qué había pasado, aunque los ruidos y los alaridos de terror dejaron en claro que había sido algo terrible. Por fin, cuando la nube de polvo se disipó, emergió Vallejos con el pecho inflado y la frente alta, llevando la pelota al pie con una prestancia digna de Beckenbauer, al menos hasta el momento en el que lanzó el obligado pelotazo. Atrás quedaban, maltrechos, nuestro arquero y el delantero rival, quienes tuvieron que ser reemplazados por diversas lesiones.
Cuando el árbitro le mostró la tarjeta roja, Vallejos aceptó su destino sin protestas y se marchó de la cancha con la frente en alto.



Pasaron unos años sin que viera a ninguno de los dos en acción, porque debido a cuestiones laborales dejé de ir a ver las inferiores del club. No me sorprendí, de todos modos, cuando avisté a Galarza en el banco de suplentes en un partido ante Huracán, y cuando poco tiempo después comenzó a figurar habitualmente en el equipo titular. A Vallejos le tomó un poco más de tiempo, pero todavía de joven llegó a ser el dos titular de Nueva Chicago.
Coincidieron en la formación titular poco más de un año, justamente en una de las mejores temporadas del equipo, la del campeonato de la B del 81, que nos depositó en la primera división como tantas veces. Galarza armó las valijas inmediatamente, tentado por una oferta  de un club francés imposible de rechazar para un hombre acostumbrado a las privaciones del ascenso argentino. Vallejos, en cambio, no recibió ofertas y se quedó a vivir la extraña mezcla de sensaciones, un poco de euforia y otro poco de calvario, que fue aquel paso del equipo por la primera división.
Poco se supo del Mago Galarza por los siguientes años; era una época previa a la aparición de internet, y en general no se prestaba tanta atención al fútbol internacional. Sí supimos que durante varias temporadas fue la estrella de un equipo francés, el Saint Ettiene, que no tenía demasiadas pretensiones. Y a pesar de que eran años pródigos para Argentina en volantes ofensivos como Maradona, Bochini o Alonso, Galarza llegó a vestir la camiseta de la selección en un par de amistosos sin importancia posteriores al mundial del 86.
Vallejos, por su parte, en silencio y sin estridencias, fue poco a poco convirtiéndose en uno de los emblemas de Nueva Chicago, un jugador muy querido por la hinchada por su enjundia y su pasión a la hora de disputar la pelota. Siempre pensé que, de haber sido menos ofensivo a la vista (no era un muchacho agraciado, y su cabello, un matorral salvaje, no ayudaba en ese sentido) y de haber tenido un poco más de prestancia con la pelota, podría haber llegado a un club grande de nuestro país.
A principios de los noventa Galarza ya no era el jugador determinante de antaño, aunque gran parte de su categoría continuaba intacta. Había retrocedido un escalón, en términos futbolísticos, y había pasado a la liga griega, siendo titular indiscutible en el Panathinaikos. Esto le posibilitaba disputar anualmente la copa de campeones europea, aunque más no fuera en carácter de mero actor de reparto de los verdaderos grandes de Europa, yéndose con la frente en alto si eran eliminados durante la primera ronda sin mayores goleadas en contra.
Vallejos, por su parte, llevaba algo más de cuatrocientos partidos con la camiseta de Nueva Chicago, sufriendo los constantes vaivenes de una institución que nunca terminaba de decidirse entre alcanzar la grandeza de una escuadra nacional o abrazar sin ambages la naturaleza humilde un club de barrio. Fue Vallejos, con toda seguridad, uno de los futbolistas que más veces vistió la camiseta del verdinegro, aunque el hecho no está del todo claro porque los estadígrafos del fútbol argentino no posan su vista con tanta atención sobre al ascenso. Sin embargo, la cuestión de la cantidad de partidos es meramente anecdótica, siendo lo más importante la emoción sincera con la que la afición aplaudía las intervenciones asesinas de Vallejos en la zaga central. Sus memorables planchas y patadas, todas ellas producto del entusiasmo y la torpeza antes que de la mala intención, eran festejadas como un gol por una hinchada que, justo es decirlo, ante la falta de acostumbramiento a la belleza había decidido celebrar lo que tuviera a mano porque, convengamos, algo había que celebrar. Convirtió algunos goles, producto de incursiones ofensivas desesperadas, para rescatar un empate o a veces, ni siquiera eso. Me emocionó profundamente verlo gritar aquellas conquistas con alma y vida, a diferencia de esos jugadores completamente desapasionados que ensayaban bailes o coreografías indignas.


En el 94, a poco de empezar la pretemporada, la noticia conmovió a la afición de Nueva Chicago: Galarza, el hijo pródigo, volvía para utilizar los colores del club que lo vio nacer. Algunos entusiastas se encaramaron a esperanzas exageradas de ascenso, apoyados en el regreso del antiguo crack. Yo no sentí tal euforia: el año anterior Galarza había jugado poco y nada, producto de una rotura de ligamentos cruzados de la rodilla, y eso en un jugador de su edad pesaba muchísimo. Aquella temporada, lamentablemente, terminó otorgando razón a mis sospechas, porque Galarza jugó muy poco y, a pesar de que aún dejaba jugadas con su sello de distinción, su compromiso con el equipo era aún menor producto de su físico endeble, y su velocidad endiablada de años anteriores había disminuido considerablemente. Sin embargo, vale reconocerlo, nuestra parcialidad, tan poco acostumbrada a esos destellos de elegancia y buen gusto, tuvo al menos el placer de disfrutar esos breves momentos de alegría.
No fue el mejor año para el verdinegro, pero tampoco el peor. Navegamos sin estridencias la mitad de la tabla de la B, sin riesgos de descenso pero lejos, también, de la posibilidad del ascenso. Vallejos tuvo asistencia casi perfecta, faltando nada más que a tres partidos por sanciones completamente justas, producto de expulsiones luego de jugadas con su sello característico de violencia aplicada al fútbol. Cerca del final de la temporada Galarza anunció su retiro, hecho que no sorprendió a nadie porque era evidente que su físico maltrecho le impediría continuar mucho tiempo más. El anuncio obtuvo repercusión en algunos medios nacionales. Una enorme bandera con la leyenda “Gracias por todo, Mago”, se desplegó el día de su despedida. Con el tiempo, confirmé mis sospechas de que había sido pagada en su práctica totalidad por el mismo Galarza.



La elección de ídolos futbolísticos, habitualmente atribuida a factores objetivos como permanencia en el equipo o la consecución de logros deportivos con el mismo, a veces se desvía de esos caminos y se produce por mecánicas más confusas, y se termina erigiendo un pedestal para jugadores con pergaminos dudosos, en detrimento de otros que tal vez hicieron mayores méritos. El caso de Galarza y Vallejos fue, en ese sentido, paradigmático, porque mientras el Mago fue ungido como una deidad en nuestro humilde olimpo verdinegro, Remigio, aunque apreciado por todos los simpatizantes, jamás llegó a gozar de ese amor apasionado. No importó que dedicara su vida entera a la defensa de nuestros colores (tal vez por falta de opciones, justo es decirlo) ni que compensara en la cancha con fervor y entusiasmo su poca pericia con el balón. Jamás alcanzó la altura de Galarza en la consideración de la hinchada. No digo, ojo, que la mereciera, pero tal vez debimos ser más agradecidos con él. Tal vez así habríamos evitado el desafortunado desenlace de la despedida del Mago Galarza.



En el 95, ante una nueva temporada ayuna de emociones fuertes, la dirigencia, para dar un golpe de efecto y reunir a la familia verdinegra en el República de Mataderos, decidió organizar una despedida para Galarza, enfrentando a un combinado de viejas glorias del equipo y amigos del Mago al plantel actual. Amigos del Mago tuvo en sus filas, entre otros, al flaco Lamadrid y Quique Hrabina. Hasta último momento se especuló con la participación de Diego Maradona, aunque sospecho que tal rumor no fue más que una burda estrategia publicitaria, aprovechando la circunstancia de que Galarza y el Diez compartieron plantel en la selección argentina en algunas oportunidades.
El partido tuvo todos los ingredientes de este tipo de cotejos celebratorios. Una marca relajada y un ritmo liviano posibilitó que los jugadores se lucieran en acciones de juego sumamente improbables en un partido por los puntos. Galarza tiró un par de caños y marcó un gol de emboquillada que hicieron las delicias de la afición. Incluso Hrabina, tan poco afecto a las sutilezas, salió jugando con un enganche impropio de él ante la presión fingida del delantero rival. Pero lo que se desarrollaba como una fiesta terminaría, en definitiva, como una mancha en el historial de nuestra institución, a partir de una jugada que tuvo como protagonistas a Galarza y Vallejos.
Corrían los ochenta y cinco minutos de juego y el cotejo estaba igualado en cuatro tantos. Lamadrid rechazó un córner sobre el área de Amigos del Mago y fue justamente el homenajeado quien tomó la pelota, encarando a Vallejos uno contra uno. Remigio, consciente de la diferencia de velocidad entre ambos, fue al piso con enjundia y determinación pero no encontró más que aire, porque Galarza, con un movimiento grácil, alargó la pelota y evitó su zancadilla con un salto llenó de elegancia. La multitud aplaudió la jugada, convencidos de que no era más que una representación teatral para ensalzar las virtudes del Mago, y que la acción de Vallejos no había sido realizada con verdadero ánimo defensivo. Pero yo no compartí el entusiasmo de los demás, sabedor del inquebrantable deseo de Vallejos por evitar la caída de su propio arco, cualquiera fueran las circunstancias.
Por eso, cuando lo vi levantarse luego de ser desairado por primera vez, no me sorprendió ver en sus ojos el brillo asesino con el que emprendió la persecución de Galarza, el mismo brillo asesino que su mirada tenía en cualquier tarde en la que el verdinegro jugaba por los puntos. Galarza, para colmo, iba al trotecito, convencido de que todos los actores de esa tarde se hallaban predispuestos para su lucimiento personal. Y así era, con la excepción de Vallejos, quien no conocía el concepto de amistoso. Por eso, cuando el Mago tiró la gambeta larga ante la salida de nuestro arquero y se aprestó a patear ya con el arco vacío, mi sangre se congeló al mirar a Vallejos en el acto de tirar una gloriosa patada voladora que dio en la rodilla del Mago, y el silencio en el estadio posibilitó que todos escucháramos, con prístina claridad, el terrible crack que produjeron las articulaciones de Galarza ante el embate de la furia asesina de la humanidad de Vallejos.
Los sucesos que tuvieron lugar luego de esta jugada no merecen mayor comentario, dado que fueron ampliamente reflejados en la prensa deportiva y policial del país, en lo que se conoció como “La batalla de Mataderos”. Los Amigos del Mago y Nueva Chicago se enfrentaron en una gresca sin precedentes, que culminó con siete heridos y la práctica totalidad de los involucrados que no fueron internados en el hospital, arrestados en la comisaría quinta de Mataderos. Todavía hoy, esporádicamente, llegan a la sede del club citaciones judiciales vinculadas con aquel lamentable episodio.



Vallejos continuó defendiendo la gloriosa casaca del verdinegro, entregando un coraje sin igual en cada una de sus intervenciones, hasta el año 97, en el cual se retiró luego de una seguidilla de expulsiones que hicieron evidente que ya no podía seguir compitiendo a nivel profesional. Puso una pizzería cerca del estadio, y a veces despunta el vicio con el equipo de veteranos.
Galarza dirige a la sexta y a la quinta de Nueva Chicago. Hace un buen trabajo con los chicos. Dice que no le guarda rencor a Vallejos, aunque a veces se acuerda de él. Sobre todo, dice, cuando está por cambiar el tiempo.