Desentrañar la
leyenda de Roberto Smith, el inmortal, no fue una empresa sencilla en absoluto.
Su fama refulgía en la década del cincuenta, pero su estela se va apagando
paulatinamente hasta desaparecer por completo a comienzos de la década del
ochenta. Todo lo que descubrí con posterioridad a 1982 sobre Smith me costó
esfuerzos ingentes, un trabajo detectivesco para reunir los pocos datos
desperdigados sobre su persona luego de ese año. Pero una vez que conté con esa
información, fue aún más trabajoso separar la verdad de la leyenda. Intercalo,
en este pequeño ensayo sobre su figura, fragmentos de la entrevista celebrada
en 2007 con Eleuterio Cardozo, el campesino que afirma ser Roberto Smith.
Smith comenzó su
andadura como miembro estable del Gran Circo Imperial, aquel coloso de tela y
metal en el que brillaran artistas extraordinarios como Benson & Hedges y
El Intrépido Estévez, en 1952. Sus
primeras actuaciones –llevadas a cabo bajo el alias “el temerario”- no presagiaban su futuro estrellato, tal como
se deduce de esta crónica de la época:
“El debut del así llamado Smith, el temerario, no pudo ser menos
auspicioso. Este autoproclamado desafiante del peligro encaró una tarea a todas
luces sencilla –el salto a una piscina con un metro de agua desde una altura de
treinta metros-, sobre todo si se la compara con las habitualmente
extraordinarias actuaciones del personal del Gran Circo Imperial. La multitud
abucheó con toda justicia su acto, lanzándole, en clara señal de reprobación,
elementos contundentes como ladrillos, sillas y un elefante, en una conmovedora
demostración de que la unión hace la fuerza. Por suerte, el paquidermo no
resultó lesionado.”
Al poco tiempo Smith
entendería que lo que en otros circos podía resultar digno de admiración, en el
Imperial no era más que un acto vulgar y cotidiano. Si quería seguir
perteneciendo a su elenco estable debía desafiar los límites del peligro,
llevar sus pruebas a un nivel nunca antes alcanzado. Así fue como tomó la
fatídica –o venturosa, depende de cómo se la mire- decisión de quitar la
piscina de su número y saltar directamente hacia el duro suelo, sin
intermediario amortiguador alguno.
El público presente
en aquella función no olvidaría jamás el impresionante desenlace de la proeza
de Smith. Rumores de asombro y temor en partes iguales llenaban aquella noche
la carpa del Imperial, mientras se acercaba el momento en el que Smith se
lanzaría hacia el suelo y la fama. Los dueños del circo se mostraron
preocupados porque, luego de una breve inspección del terreno, llegaron a la
conclusión de que no había truco alguno; simplemente, Smith se arrojaría al
suelo.
La multitud esperaba
anhelante el momento culmine de la noche, la actuación de Smith había sido
publicitada como algo nunca visto, y eso, dicho por el Imperial, significaba
algo verdaderamente interesante. Por fin, cinco minutos luego de la hora
señalada, Smith subió a la tarima ubicada en el centro del escenario,
visiblemente nervioso. Una vez allí tomó unos minutos para estirar sus
músculos, y firmar un documento legal eximiendo de toda responsabilidad al
Imperial en caso de que ocurriera lo peor.
Por fin, luego de
saludar a la muchedumbre con una reverencia exagerada, saltó.
Todos los que se
encontraban aquella noche retuvieron el aliento mientras vieron a Smith
recorrer velozmente los treinta metros y por fin alcanzar el suelo con un
sonoro impacto. El silencio se adueñó de todos los presentes al ver que el
hombre no se movía. Luego del primer minuto, Smith continuaba inmóvil y, para
peor, un charco de sangre empezaba a formarse alrededor de su cuerpo. Se temió
lo peor, y con razón, puesto que minutos después un médico lo examinó y
dictaminó, sosteniendo trescientos gramos de masa encefálica del desafortunado
artista en su mano, que efectivamente había muerto.
En este punto de la
historia, la información debe ser tomada con suma cautela, dado que la misma
resulta por completo inverosímil.
El cadáver de Smith
fue arrojado a la jaula de los leones como alimento, siguiendo la política de
reciclaje extremo del circo. Y por la madrugada, gritos desesperados alertaron
a los empleados del Imperial de que algo extraño estaba ocurriendo en esa
jaula. Grande fue su sorpresa cuando llegaron hasta el lugar y observaron a
Smith huyendo despavorido de los leones. Si bien en un primer momento se
alegraron de encontrar a su amigo con vida, la felicidad duró poco, ya que
hasta que lograron identificar la llave de la jaula –las doscientas setenta
llaves del circo se encontraban en el mismo llavero, desafortunadamente- los
feroces felinos le ocasionaron heridas que hacen muy difícil continuar con
vida, tales como la separación de su cabeza del resto de su cuerpo.
El incidente no pasó
desapercibido para la cúpula del Imperial, que resolvió inmediatamente el
despido del médico de la empresa, convencidos de su poca pericia en dictaminar
la muerte de un paciente. Dejaron el cadáver de Smith dentro de la jaula, dado
que en definitiva iba a cumplir su cometido de alimentar a los leones. La pena
por Smith fue honda, pero pronto se retomó la rutina habitual, dado que la
muerte de un artista en el Imperial no era un acontecimiento extraordinario.
Sin embargo, grande
fue la sorpresa cuando, días después, Smith se presentó en las oficinas de la
gerencia, sin vestigio alguno de los terribles infortunios que había sufrido y,
por sobre todo, usando su cabeza sobre su cuello, a la manera tradicional. Los
dueños del Imperial creyeron, al principio, que se trataba de un gemelo, pero
cuando la actuación se repitió y Smith regresó al cabo de unos días, empezaron
a pensar que se trataba de un ser inmortal. Al poco tiempo comenzaron las
pruebas sobre él, en las cuales lo sometieron a todo tipo de tormentos mortales
de los que era imposible salvarse. Smith fue, sucesivamente, empalado, cremado;
estrangulado; descuartizado; ahogado; asfixiado; enterrado; aplastado;
apuñalado; baleado; envenenado; decapitado; ahorcado; y sin embargo, días
después se apersonaba ante la gerencia sin huellas de estas acciones,
reclamando su puesto de trabajo.
Ante la evidencia de
la inmortalidad de Smith, el Imperial decidió convertirlo en su principal
número, sometiéndolo a muertes cada vez más espectaculares para disfrute del
público, y cambiando su alias para presentarlo, en un alarde de originalidad,
como “Smith, el inmortal”. El Sr. Cardozo, en ocasión de nuestra entrevista,
refirió al respecto:
“Técnicamente,
el nombre era erróneo. Yo, en rigor de verdad, no era inmortal. Puedo
asegurarle, por el contrario, que el resultado de todas y cada una de esas
pruebas fue mi muerte, en formas tremendamente dolorosas. Lo que ocurre es que
volvía. De alguna manera, volvía. Me despertaba en algún lugar cercano al de mi
muerte, y lógicamente volvía al circo, porque era donde, en definitiva, me
ganaba la vida.”
Lo extraordinario, de
todas formas, pierde su atractivo con la repetición. Aun el acontecimiento más
espectacular se vuelve banal luego de suficientes reiteraciones. Por ello, con
el paso del tiempo el número de Smith fue perdiendo popularidad, ante lo
previsible del mismo. La absoluta falta de otro talento del artista, fuera de
su resistencia a permanecer muerto, terminó por condenarlo al ostracismo
circense al cabo de unos años. Intentó utilizar su condición para probar suerte
en otras actividades, como doble de riesgo o escudo humano, pero no logró
equiparar el éxito de su trabajo en el circo.
“Aprendí que tener una alta tolerancia a la muerte no garantiza el
éxito, si se carece de otras aptitudes laborales. En mi caso, lamentablemente,
no poseía ninguna otra habilidad además de mi reticencia a permanecer muerto.
Como doble de riesgo no era muy solicitado, por la sencilla razón de que aun la
acrobacia más sencilla estaba fuera de mis posibilidades, por lo que solo me
llamaban para filmar personajes que morían ¿Ha visto Rambo III? Yo fui uno de
los que el protagonista liquida, pero el director cortó mi escena en la sala de
edición porque dijo que mi muerte no parecía creíble ¡Imagínese, con la
práctica que tenía en el tema!”
En el año 2000 su
rastro se pierde definitivamente. Gracias a averiguaciones de extrema
dificultad, que me llevaron varios años, logré dar con el paradero de Eleuterio
Cardozo, habitante de Santiago del Estero que vive monte adentro y afirma
desapasionadamente ser Roberto Smith, el inmortal. Cuando lo visité lo primero
que me llamó la atención fue la humildad extrema de su morada, totalmente
desprovista de lujos y comodidades que uno daría por sentado en el poseedor de
un talento único en el mundo ¿Acaso Smith no habría lucrado incesantemente,
como lo haría cualquiera de nosotros, con su talento? Si previamente
desconfiaba de la veracidad de su identidad, aún más dudas me surgieron al ver
sus condiciones de vida. Debo reconocer, sin embargo, que dio razones
plausibles para este modo de vida.
Además, mis dudas se
acrecentaron al encontrarme con un hombre que no superaba los treinta años, con
lo que tendría la misma edad desde hace más de cincuenta años. Cardozo
manifestó que había dejado de envejecer al momento de su primera muerte, y que
las causas de esta detención de su crecimiento le eran tan misteriosas como el
origen de su inmortalidad.
“No crea que existen tantas posibilidades comerciales para un hombre de
mi condición. El mercado de la inmortalidad es muy acotado, pese a que uno
podría pensar lo contrario.
De
todas formas, usted me ve vivir de esta manera y no entiende como alguien con
mi capacidad no lleva una vida mejor. Le soy sincero: todo es cuestión del
tiempo. Tenemos un tiempo limitado para todo, y eso es lo único que posibilita
el disfrute. Le digo más, la más mínima posibilidad de que lo que sea que haga,
lo esté haciendo por última vez, es lo que le permite disfrutarlo. Si usted
tuviera la plena seguridad de que volverá a hacer el amor con la mujer amada,
lo disfrutaría mucho menos; cuando se pierde un gol luego de una gran jugada lo
lamenta porque sabe que tal vez no vuelva a tener la oportunidad de hacerlo; si
sabe que podrá escuchar su canción favorita por los siglos de los siglos, no le
parecerá más que un ruido molesto, allende la armonía de sus acordes. No existe
emoción alguna en una vida desprovista de riesgo y con tiempo ilimitado.
Supe
tener riquezas incalculables, me di la gran vida. Pero una vez que entendí que
mi tiempo era ilimitado, todo se volvió tan relativo que perdió su valor. Las
mujeres que me dejaron no me causaron ningún mal: algún día encontraría otras
como ellas; los afectos que perdí algún
día serían olvidados o reemplazados; la posibilidad de un tormento ni siquiera
me inmutaba: para mi nada dura más de cinco minutos; cualquier objetivo perdió
su importancia al saber que tenía la eternidad para lograrlo.
Cuando
el tiempo es finito, eso le da a uno la obligación de elegir, que es una
obligación emocionante, porque una equivocación le hace a uno perder un tiempo
precioso. No puede darse el lujo de cortejar a la mujer equivocada, porque eso
le quita tiempo para la correcta; tiene que decidir sagazmente entre infinidad
de libros por leer o películas por ver, porque no tiene tiempo para todos. Sin
esa emoción, créame, la monotonía lo abruma.”
Tuvimos
una charla amarga en la que me comentó, entre otras cosas, que había intentado
por todos los medios el suicidio, pero que si bien en todos los casos tuvo
éxito, tuvo también la mala fortuna de volver a la vida. Durante un tiempo se
dedicó a quebrantar la ley de diversas maneras, sabiendo que no había condena
que lo amedrentara. Tuvo, también, una etapa dedicada a colaborar con la
comunidad, aprovechando su condición de inmortal para convertirse en un
superhéroe más bien modesto, de entrecasa. Pero terminó agotándose de todas
estas actividades por su repetición.
“Si algo me ha enseñado la inmortalidad, señor, es que lleva consigo el
castigo más terrible que pueda imaginarse: el aburrimiento.”
Todavía impactado por
el peso de sus palabras, le manifesté mis dudas acerca de su condición de
inmortal y de su misma identidad ¿Podía acreditar que en verdad era Smith, el
inmortal, y que su título era justificado? Tuvo la amabilidad, por toda respuesta,
de alcanzarme un antiguo revolver e invitarme a matarlo para que comprobara por
mí mismo la veracidad de ambas afirmaciones.
Fue
un momento extraño, nunca había matado a un hombre, ni siquiera le había
disparado a alguien. Al principio me negué, pero unos minutos después un deseo
morboso e irrefrenable se apoderó de mí. Le disparé en la cabeza. Uno de los
lados de su cráneo se fragmentó en miles de pedazos compuestos por sangre,
piel, cabello y hueso. No me caben dudas de que estaba muerto. Me asusté y huí raudamente.
Jamás volví a
averiguar si había vuelto a la vida. Guardo la esperanza de que así sea.