miércoles, 19 de febrero de 2014

Smith, el inmortal




            Desentrañar la leyenda de Roberto Smith, el inmortal, no fue una empresa sencilla en absoluto. Su fama refulgía en la década del cincuenta, pero su estela se va apagando paulatinamente hasta desaparecer por completo a comienzos de la década del ochenta. Todo lo que descubrí con posterioridad a 1982 sobre Smith me costó esfuerzos ingentes, un trabajo detectivesco para reunir los pocos datos desperdigados sobre su persona luego de ese año. Pero una vez que conté con esa información, fue aún más trabajoso separar la verdad de la leyenda. Intercalo, en este pequeño ensayo sobre su figura, fragmentos de la entrevista celebrada en 2007 con Eleuterio Cardozo, el campesino que afirma ser Roberto Smith.
            Smith comenzó su andadura como miembro estable del Gran Circo Imperial, aquel coloso de tela y metal en el que brillaran artistas extraordinarios como Benson & Hedges y El Intrépido Estévez, en 1952.  Sus primeras actuaciones –llevadas a cabo bajo el alias “el temerario”-  no presagiaban su futuro estrellato, tal como se deduce de esta crónica de la época:

            “El debut del así llamado Smith, el temerario, no pudo ser menos auspicioso. Este autoproclamado desafiante del peligro encaró una tarea a todas luces sencilla –el salto a una piscina con un metro de agua desde una altura de treinta metros-, sobre todo si se la compara con las habitualmente extraordinarias actuaciones del personal del Gran Circo Imperial. La multitud abucheó con toda justicia su acto, lanzándole, en clara señal de reprobación, elementos contundentes como ladrillos, sillas y un elefante, en una conmovedora demostración de que la unión hace la fuerza. Por suerte, el paquidermo no resultó lesionado.”

            Al poco tiempo Smith entendería que lo que en otros circos podía resultar digno de admiración, en el Imperial no era más que un acto vulgar y cotidiano. Si quería seguir perteneciendo a su elenco estable debía desafiar los límites del peligro, llevar sus pruebas a un nivel nunca antes alcanzado. Así fue como tomó la fatídica –o venturosa, depende de cómo se la mire- decisión de quitar la piscina de su número y saltar directamente hacia el duro suelo, sin intermediario amortiguador alguno.
            El público presente en aquella función no olvidaría jamás el impresionante desenlace de la proeza de Smith. Rumores de asombro y temor en partes iguales llenaban aquella noche la carpa del Imperial, mientras se acercaba el momento en el que Smith se lanzaría hacia el suelo y la fama. Los dueños del circo se mostraron preocupados porque, luego de una breve inspección del terreno, llegaron a la conclusión de que no había truco alguno; simplemente, Smith se arrojaría al suelo.
            La multitud esperaba anhelante el momento culmine de la noche, la actuación de Smith había sido publicitada como algo nunca visto, y eso, dicho por el Imperial, significaba algo verdaderamente interesante. Por fin, cinco minutos luego de la hora señalada, Smith subió a la tarima ubicada en el centro del escenario, visiblemente nervioso. Una vez allí tomó unos minutos para estirar sus músculos, y firmar un documento legal eximiendo de toda responsabilidad al Imperial en caso de que ocurriera lo peor.
            Por fin, luego de saludar a la muchedumbre con una reverencia exagerada, saltó.
            Todos los que se encontraban aquella noche retuvieron el aliento mientras vieron a Smith recorrer velozmente los treinta metros y por fin alcanzar el suelo con un sonoro impacto. El silencio se adueñó de todos los presentes al ver que el hombre no se movía. Luego del primer minuto, Smith continuaba inmóvil y, para peor, un charco de sangre empezaba a formarse alrededor de su cuerpo. Se temió lo peor, y con razón, puesto que minutos después un médico lo examinó y dictaminó, sosteniendo trescientos gramos de masa encefálica del desafortunado artista en su mano, que efectivamente había muerto.
           

            En este punto de la historia, la información debe ser tomada con suma cautela, dado que la misma resulta por completo inverosímil.
            El cadáver de Smith fue arrojado a la jaula de los leones como alimento, siguiendo la política de reciclaje extremo del circo. Y por la madrugada, gritos desesperados alertaron a los empleados del Imperial de que algo extraño estaba ocurriendo en esa jaula. Grande fue su sorpresa cuando llegaron hasta el lugar y observaron a Smith huyendo despavorido de los leones. Si bien en un primer momento se alegraron de encontrar a su amigo con vida, la felicidad duró poco, ya que hasta que lograron identificar la llave de la jaula –las doscientas setenta llaves del circo se encontraban en el mismo llavero, desafortunadamente- los feroces felinos le ocasionaron heridas que hacen muy difícil continuar con vida, tales como la separación de su cabeza del resto de su cuerpo.
            El incidente no pasó desapercibido para la cúpula del Imperial, que resolvió inmediatamente el despido del médico de la empresa, convencidos de su poca pericia en dictaminar la muerte de un paciente. Dejaron el cadáver de Smith dentro de la jaula, dado que en definitiva iba a cumplir su cometido de alimentar a los leones. La pena por Smith fue honda, pero pronto se retomó la rutina habitual, dado que la muerte de un artista en el Imperial no era un acontecimiento extraordinario.
            Sin embargo, grande fue la sorpresa cuando, días después, Smith se presentó en las oficinas de la gerencia, sin vestigio alguno de los terribles infortunios que había sufrido y, por sobre todo, usando su cabeza sobre su cuello, a la manera tradicional. Los dueños del Imperial creyeron, al principio, que se trataba de un gemelo, pero cuando la actuación se repitió y Smith regresó al cabo de unos días, empezaron a pensar que se trataba de un ser inmortal. Al poco tiempo comenzaron las pruebas sobre él, en las cuales lo sometieron a todo tipo de tormentos mortales de los que era imposible salvarse. Smith fue, sucesivamente, empalado, cremado; estrangulado; descuartizado; ahogado; asfixiado; enterrado; aplastado; apuñalado; baleado; envenenado; decapitado; ahorcado; y sin embargo, días después se apersonaba ante la gerencia sin huellas de estas acciones, reclamando su puesto de trabajo.
            Ante la evidencia de la inmortalidad de Smith, el Imperial decidió convertirlo en su principal número, sometiéndolo a muertes cada vez más espectaculares para disfrute del público, y cambiando su alias para presentarlo, en un alarde de originalidad, como “Smith, el inmortal”. El Sr. Cardozo, en ocasión de nuestra entrevista, refirió al respecto:
            “Técnicamente, el nombre era erróneo. Yo, en rigor de verdad, no era inmortal. Puedo asegurarle, por el contrario, que el resultado de todas y cada una de esas pruebas fue mi muerte, en formas tremendamente dolorosas. Lo que ocurre es que volvía. De alguna manera, volvía. Me despertaba en algún lugar cercano al de mi muerte, y lógicamente volvía al circo, porque era donde, en definitiva, me ganaba la vida.”


            Lo extraordinario, de todas formas, pierde su atractivo con la repetición. Aun el acontecimiento más espectacular se vuelve banal luego de suficientes reiteraciones. Por ello, con el paso del tiempo el número de Smith fue perdiendo popularidad, ante lo previsible del mismo. La absoluta falta de otro talento del artista, fuera de su resistencia a permanecer muerto, terminó por condenarlo al ostracismo circense al cabo de unos años. Intentó utilizar su condición para probar suerte en otras actividades, como doble de riesgo o escudo humano, pero no logró equiparar el éxito de su trabajo en el circo.
           
            “Aprendí que tener una alta tolerancia a la muerte no garantiza el éxito, si se carece de otras aptitudes laborales. En mi caso, lamentablemente, no poseía ninguna otra habilidad además de mi reticencia a permanecer muerto. Como doble de riesgo no era muy solicitado, por la sencilla razón de que aun la acrobacia más sencilla estaba fuera de mis posibilidades, por lo que solo me llamaban para filmar personajes que morían ¿Ha visto Rambo III? Yo fui uno de los que el protagonista liquida, pero el director cortó mi escena en la sala de edición porque dijo que mi muerte no parecía creíble ¡Imagínese, con la práctica que tenía en el tema!”

            En el año 2000 su rastro se pierde definitivamente. Gracias a averiguaciones de extrema dificultad, que me llevaron varios años, logré dar con el paradero de Eleuterio Cardozo, habitante de Santiago del Estero que vive monte adentro y afirma desapasionadamente ser Roberto Smith, el inmortal. Cuando lo visité lo primero que me llamó la atención fue la humildad extrema de su morada, totalmente desprovista de lujos y comodidades que uno daría por sentado en el poseedor de un talento único en el mundo ¿Acaso Smith no habría lucrado incesantemente, como lo haría cualquiera de nosotros, con su talento? Si previamente desconfiaba de la veracidad de su identidad, aún más dudas me surgieron al ver sus condiciones de vida. Debo reconocer, sin embargo, que dio razones plausibles para este modo de vida.
            Además, mis dudas se acrecentaron al encontrarme con un hombre que no superaba los treinta años, con lo que tendría la misma edad desde hace más de cincuenta años. Cardozo manifestó que había dejado de envejecer al momento de su primera muerte, y que las causas de esta detención de su crecimiento le eran tan misteriosas como el origen de su inmortalidad.

            “No crea que existen tantas posibilidades comerciales para un hombre de mi condición. El mercado de la inmortalidad es muy acotado, pese a que uno podría pensar lo contrario.
            De todas formas, usted me ve vivir de esta manera y no entiende como alguien con mi capacidad no lleva una vida mejor. Le soy sincero: todo es cuestión del tiempo. Tenemos un tiempo limitado para todo, y eso es lo único que posibilita el disfrute. Le digo más, la más mínima posibilidad de que lo que sea que haga, lo esté haciendo por última vez, es lo que le permite disfrutarlo. Si usted tuviera la plena seguridad de que volverá a hacer el amor con la mujer amada, lo disfrutaría mucho menos; cuando se pierde un gol luego de una gran jugada lo lamenta porque sabe que tal vez no vuelva a tener la oportunidad de hacerlo; si sabe que podrá escuchar su canción favorita por los siglos de los siglos, no le parecerá más que un ruido molesto, allende la armonía de sus acordes. No existe emoción alguna en una vida desprovista de riesgo y con tiempo ilimitado.
            Supe tener riquezas incalculables, me di la gran vida. Pero una vez que entendí que mi tiempo era ilimitado, todo se volvió tan relativo que perdió su valor. Las mujeres que me dejaron no me causaron ningún mal: algún día encontraría otras como ellas;  los afectos que perdí algún día serían olvidados o reemplazados; la posibilidad de un tormento ni siquiera me inmutaba: para mi nada dura más de cinco minutos; cualquier objetivo perdió su importancia al saber que tenía la eternidad para lograrlo.
            Cuando el tiempo es finito, eso le da a uno la obligación de elegir, que es una obligación emocionante, porque una equivocación le hace a uno perder un tiempo precioso. No puede darse el lujo de cortejar a la mujer equivocada, porque eso le quita tiempo para la correcta; tiene que decidir sagazmente entre infinidad de libros por leer o películas por ver, porque no tiene tiempo para todos. Sin esa emoción, créame, la monotonía lo abruma.”

            Tuvimos una charla amarga en la que me comentó, entre otras cosas, que había intentado por todos los medios el suicidio, pero que si bien en todos los casos tuvo éxito, tuvo también la mala fortuna de volver a la vida. Durante un tiempo se dedicó a quebrantar la ley de diversas maneras, sabiendo que no había condena que lo amedrentara. Tuvo, también, una etapa dedicada a colaborar con la comunidad, aprovechando su condición de inmortal para convertirse en un superhéroe más bien modesto, de entrecasa. Pero terminó agotándose de todas estas actividades por su repetición.

            “Si algo me ha enseñado la inmortalidad, señor, es que lleva consigo el castigo más terrible que pueda imaginarse: el aburrimiento.”

            Todavía impactado por el peso de sus palabras, le manifesté mis dudas acerca de su condición de inmortal y de su misma identidad ¿Podía acreditar que en verdad era Smith, el inmortal, y que su título era justificado? Tuvo la amabilidad, por toda respuesta, de alcanzarme un antiguo revolver e invitarme a matarlo para que comprobara por mí mismo la veracidad de ambas afirmaciones.   
            Fue un momento extraño, nunca había matado a un hombre, ni siquiera le había disparado a alguien. Al principio me negué, pero unos minutos después un deseo morboso e irrefrenable se apoderó de mí. Le disparé en la cabeza. Uno de los lados de su cráneo se fragmentó en miles de pedazos compuestos por sangre, piel, cabello y hueso. No me caben dudas de que estaba muerto. Me asusté y huí  raudamente.
            Jamás volví a averiguar si había vuelto a la vida. Guardo la esperanza de que así sea.  

lunes, 17 de febrero de 2014

Otro amor en el 202



El flaco siempre sabía decir que con cada mina linda que se baja del colectivo se va una historia de amor que pudo ser maravillosa. Yo pienso que era su forma de decir que la fantasía es maravillosa hasta el momento en que la tocamos, en el que la empezamos a convertir en realidad. Uno va moldeando cosas con la mente y después las empieza a deformar con las manos.
Todo esto que te digo tiene que ver con que, el otro día, caminando por Rivadavia, la volví a ver. No me lo vas a creer, pero no sé bien como se llama, aunque con el flaco creíamos que se llamaba  Natalia, porque alguna vez le vimos una carpeta con ese nombre escrito. Nati, incluso, le decíamos, aunque la mina ni nos registraba. Para el caso, es lo mismo. Pongamos que se llamaba Natalia.


En esa época, con el flaco tomábamos el colectivo todos los días por el trabajo; dos mil veces me habré subido al 202, y un día, ni idea cuando, en la parada de Salta y Belgrano subió ella. No te voy a decir que el tiempo se detuvo ni alguna de esas pelotudeces porque no fue así. No es una mina que te vaya a volver loco, no es de esas minas que todo el mundo se da vuelta para verla. Pero era linda… como explicarte, una linda mina de barrio, una muy linda mina de barrio, de las que usan vaquero y zapatillas y dan la impresión de que se pusieron lo primero que encontraron.   
Con el flaco inmediatamente la miramos, con el hambre que teníamos en esa época. Además la mina ganaba por contexto, no había muchas minas lindas en el 202. Y que subieran todos los días menos. Siempre tenía alguna carpeta o algún libro, me imagino que vendría de la facultad cuando subía. Al tiempo ya suponíamos que se llamaba Natalia, por lo que te dije, y que estudiaba profesorado de inglés, pero de hablar con ella cero, nada.
Fue todo muy gradual, la verdad, la primera vez que la vi me pareció linda, ya te dije, pero con el tiempo las cosas se me fueron de las manos. Esperaba que llegara el lunes con más ansiedad que el fin de semana, y si amenazaba con llover ya empezaba a sentirme mal porque cuando llovía generalmente ella no subía al colectivo. Después de un tiempo dejé de hablar del tema con el flaco, porque no quería que pensara que yo estaba obsesionado o algo así.
Hablarle se me cruzó por la cabeza mil veces, te juro. ¿Pero cómo arrancas una charla con una mina desconocida? Al final, uno termina preso de las convenciones sociales, entonces si la ves en un boliche o en un bar ahí si le podes llegar a hablar, porque está como socialmente aceptado que en esos lugares uno le puede hablar a desconocidos. Pero en el colectivo no, en el colectivo quedás como un loco, como un degenerado si te le acercás a una mina y le decís “hola, que tal, siempre te veo en este colectivo… ¿como te llamás?”. Para colmo nunca la vi en otro lugar, nunca se me dio la chance en algún boliche o algo así, y eso que por esa época con el flaco no le errábamos nunca los fines de semana.



Así habrá pasado un año, o algo así. Más, en realidad, año y medio, calculo. El flaco, cuando se compró el auto, unos días antes de que se lo entregaran, me dijo que como ella había millones. Que en la época en la que él estudiaba ciencias económicas la facultad estaba plagada de esa clase de minas. Era su forma de decirme que ya que él no iba a estar más en el colectivo, esperaba que la cortara con el tema de esta chica.
Pero para mí no había millones como Natalia. Era única. Vos dirás como se esto si en definitiva no la conocía, y yo creo que justamente por ahí pasa el tema. Era todo imaginación, idealismo, una fantasía. Yo creo que incluso no estaba seguro de querer conocerla. ¿Viste lo que te dije antes de que uno va moldeando cosas con la mente y después las empieza a deformar con las manos? No sé si te pasó alguna vez, que quisiste dibujar algo y en tu cabeza era perfecto, ya lo tenías listo y en cuanto agarraste el lápiz se empezó a torcer. Y sabés exactamente como lo querés pero no hay caso, tu mano no puede seguir lo que indica la cabeza. Entonces lo que te digo es que no se si realmente quería hablarle o no, ahora que lo pienso. Capaz que era el miedo a encontrarme con una mina completamente distinta a lo que yo esperaba, o a que ella pensara mal de un tipo que le hablaba en un colectivo, o el temor a que no me diera bola, que es aún peor. Capaz que era todo eso junto.


Cuando el flaco dejó de viajar en el 202 empeoró todo. Ya no tenía ninguna distracción, nadie con quien hablar. El viaje transcurría entre el tiempo en el que la esperaba y el tiempo en el que, todo lo discretamente que podía, la miraba. Al poco tiempo comencé a tomar acciones en pos de forzar algún encuentro que me permitiera hablarle sin quedar desubicado. Tácticas de una inteligencia modesta, por supuesto. Me sentaba en los asientos dobles dejando libre el que estaba al lado de la ventanilla y en cuanto ella subía me ubicaba en ese, desocupando el del lado del pasillo. Luego empecé a tomar el colectivo en la misma parada que ella, para lo cual caminaba diez cuadras únicamente con ese fin, porque en rigor de verdad el 202 pasaba prácticamente por la puerta de mi casa. Debo reconocer, por supuesto, que no eran esfuerzos considerables, y lógicamente no concluyeron con éxito. De ahí que te digo que no se si en realidad quería hablarle. Digo, si realmente le hubiese querido hablar lo habría hecho, con mucho esfuerzo pero lo habría hecho.
El caso es que el tiempo siguió pasando y yo seguí sin encontrarla en ningún otro lugar. Lo cual incluso resulta extraño, porque por mera ley de probabilidades debería haberla visto alguna vez fuera de la cercanía del 202. Catamarca no es una ciudad grande.



Alguna vez, tomando un café con el flaco, me preguntó si seguía viendo a la mina del 202. Yo no quise mentirle, no tenía mucho sentido porque él siempre se da cuenta cuando lo hago, así que le dije que sí, pero tratando de darle a mi voz un tono casual, como si acabara de advertir que la seguía viendo únicamente porque él acababa de preguntármelo. Entonces comenzó todo un discurso que ya no recuerdo muy bien, pero que me dejó una enseñanza que nunca más olvidé, y cito al flaco cuando dijo que “la fantasía puede ser una hija de puta que no te deja vivir en paz”.
Yo supe inmediatamente a qué se refería. No es que en todo ese tiempo no estuviera con nadie más por la chica del 202. Al contrario, tuve algunas historias, y en cuanto el flaco me dijo esa frase me di cuenta de lo que estaba haciendo. Cada vez que alguna mina me decepcionaba, me fallaba o, simplemente, no era exactamente lo que yo quería, pensaba que Natalia no habría hecho eso. El flaco me dijo que había visto mil veces gente como yo, a la que le pasaba lo mismo que yo. Que era típico de la gente que tenía amantes con relación de telo únicamente. “El tiempo que se pasa en el telo es tiempo de fantasía, a la misma mina la llevás una semana a tu casa y no la querés volver a ver en tu vida”, fueron exactamente sus palabras. Y de eso el flaco sabía mucho, porque sus relaciones eran exclusivamente teleras. Dudo que haya ido al cine alguna vez con una mina, incluso, ni hablar de cenar.
Con las palabras del flaco en la cabeza, la siguiente vez que subí al 202 lo hice con la firme decisión de que si no le hablaba a la chica, me tenía que olvidar de ella. Esto y empezar a viajar en el 101 fue prácticamente la misma cosa. A veces, cuando ambos colectivos se cruzaban en el camino, me fijaba si lograba verla en alguna ventanilla. Me preguntaba si habría notado mi ausencia o si el viaje seguiría siendo igual para ella.
No mucho tiempo después me compré mi primer auto. La primera vez que encendí el motor fue como decirle adiós para siempre a la chica del 202, aunque cada vez que pasaba por la esquina de Belgrano y Salta trataba de encontrarla allí, con una carpeta en la mano y el pelo suelto como si no le importara el viento.
Y por mucho tiempo no volví a verla, hasta este otro día en el que te digo que me la crucé en la Rivadavia.             Yo me acerqué todo ilusionado, imaginate, después de tanto tiempo, encontrarla en la calle en un día de primavera hermoso. Ella estaba sola y yo también. Me olvidé de cualquier inhibición, de todos los consejos del flaco y le hablé, porque en definitiva la vida es demasiado corta como para vivirla en la indecisión. Así que me paré al lado de ella y plenamente confiado de mi suerte, le pregunté:
-Hola… ¿vos sos Natalia, verdad?
Y ella me miró por unos segundos, me imagino que tratando de reconocerme, pensando que mi cara le resultaba familiar pero que no podía recordar en qué lugar me había visto, y me dijo:
-No. Me llamo Marcela.


Así que me fui a la mierda, te imaginarás. ¿¡Cómo no se va a llamar Natalia!? ¿¡Podés creer!? Una desubicada, la mina. Si así empieza… ¿¡Te imaginás con que otra sorpresa me puede llegar a  caer después!? Al final son todas iguales, viejo.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Las obras perdidas





            Ernesto Blaquier Lynch se detuvo sin aliento frente al depósito de la calle Belgrano, cuyo portón oxidado y chirriante, absolutamente desvencijado y vencido por el inexorable paso del tiempo, no hacía prever que dentro de él estuviera el tesoro prometido. A pesar de la ansiedad que le invadía el cuerpo, del deseo desbordado por entrar a ese lugar, encendió un cigarrillo y contempló extasiado el depósito durante unos minutos, tratando de acostumbrarse a la idea de que existía, de que no era otro callejón sin salida, otra esperanza marchita. Se acercó y pasó su mano izquierda por el portón, y sintió como a su tacto todo su cuerpo se aflojó, sus músculos se desanudaron y sus hombros cayeron exhaustos. Había llevado ese peso enorme encima suyo por demasiado tiempo.
            Había dedicado su vida al estudio de la obra de Facundo Martínez Losada. Desde su tesis doctoral, análisis de su novela “De espaldas al mar”, hasta la transcripción de sus discursos en Cambridge, a finales de la década del sesenta, en los cuales el autor había definido el alcance y las aristas de su obra con una maestría inigualable. Había construido su prestigio como académico sobre la obra de Martínez Losada, su vida entera giraba en torno a otra persona, su propia identidad se definía por la de alguien más.
            Y entonces, cinco años antes de aquella noche gélida y desangelada, todo se había derrumbado. El hallazgo de manuscritos  de “Y el oro perdió su brillo”, una de las novelas más aclamadas de Martínez Losada, así como de los discursos del mismo y de sus ensayos sobre literatura inglesa del siglo XVIII en poder del nieto del chofer del escritor, abonó la  teoría de que en verdad Martínez Losada no había creado nada, sino que había presentado obras escritas por su chofer -un paraguayo iletrado de nombre Ramón Cisternas- como de su autoría, aprovechando el encarcelamiento de este hombre por una trifulca callejera.
            A partir de ese día, la sombra de la duda descendió sobre la memoria de Martínez Losada, y en consecuencia sobre Blaquier Lynch, quien fue acusado de defender la obra de un vil estafador sin talento. Estudios posteriores confirmaron, además, que los manuscritos hallados eran más antiguos que cualquiera de los que había mecanografiado Martínez Losada utilizando su clásica máquina de escribir Remington, la misma que reposaba en la sala de la casa de Blaquier Lynch como su posesión más preciada.
            Blaquier Lynch, a contramano del ambiente académico, que celebraba la aparición de un talento innato como el de Cisternas, de un prodigio autodidacta de la literatura, se resistía a creer que un hombre que no había tenido una educación formal hasta su adolescencia, y que había pasado la mayor parte de su niñez cosechando caña de azúcar en Paraguay, podía haber creado las excelsas obras que habían ocupado gran parte de su vida. Aquel vocabulario florido y, a la vez, quirúrgicamente preciso, aquellos recursos lingüísticos de vanguardia sin resignar la elegancia clásica, y por sobre todo, aquel conocimiento vasto de la historia universal, no podían ser obra de un hombre que no había aprendido a leer hasta sus quince años ¿Acaso no era obvio que Martínez Losada era el único que cumplía con los requisitos para firmar esas maravillosas obras? ¿Cómo podían sus colegas pretender que un proletario ignorante como Cisternas poseyera un acabado conocimiento de la obra de Byron, Joyce o Wilde, por nombrar solo algunos?             Martínez Losada había crecido entre bibliotecas, en el seno de una familia de alta alcurnia porteña en la cual sus preocupaciones, mientras crecía, no pasaban por procurar su sustento o ayudar a sus padres en el arduo trabajo zafrero. Por el contrario, tenía tiempo para leer, y una preparación adecuada para hacerlo. Esa era la vida de un intelectual, la génesis necesaria para que un hombre pudiera alumbrar obras literarias de valor inconmensurable. Ni siquiera las mujeres ni otros placeres terrenales turbaban la preparación académica de Martínez Losada, quien prefería pasar su tiempo libre –abundante, por cierto- recorriendo los interminables pasillos de la biblioteca nacional antes que regodearse en vicios mundanos, como seguramente haría Cisternas en los pocos ratos libres que tendría entre la limpieza de carburadores o el mantenimiento del motor.
            Algunos de sus colegas le recordaban el caso de Ernest Hemingway, como un caso paradigmático de un hombre entregado en cuerpo y alma a actividades inusuales para un escritor, que sin embargo había producido obras inmortales. Otros mencionaban el caso de Miguel de Cervantes, el autor de El Quijote y probablemente la persona con el dominio más acabado del idioma español, quien sin embargo no poseía educación universitaria, al igual que Cisternas. Pero estos argumentos reflejaban excepciones, no poseían valor alguno. A poco que se investigara la vida de Cisternas surgían sus aficiones al alcohol y a los bailes populares, su promiscuidad y su tendencia a participar de confusos episodios de violencia. Todo ello, sumado a su escasa formación registrada –su logro académico más rutilante era la obtención del título de bachiller a sus treinta y ocho años en una escuela para adultos- denotaban inequívocamente que pensar que este hombre era el autor de “Tres ensayos sobre Melville” –por citar sólo un ejemplo- era absolutamente absurdo.
            Sin embargo, allí estaban los manuscritos, fríos, sólidos, objetivos. Cualquier análisis pormenorizado de la vida de ambos hombres que se hiciera, no podía soslayar el hecho de que el registro más antiguo que se tenía de las obras le pertenecía al puño y letra de Cisternas.  Se trataba de una prueba que tenía el carácter de indubitable, sin contar, además, con el sugestivo hecho de que la producción literaria de Martínez Losada no había dado comienzo sino hasta que Cisternas inició su período tras las rejas –lugar en el que, además, moriría a sus cincuenta años-.        
           

            Tres años antes, cuando todavía la polémica existía, y el grueso de los estudiosos no se había decantado definitivamente hacia la teoría que otorgaba la autoría de los textos a Cisternas, Blaquier Lynch se había ilusionado con el hallazgo de un arcón repleto de papeles escritos por Martínez Losada, en poder de una sobrina del escritor. Había allí una extraordinaria cantidad de papel escrito entre la que no encontró ni una sola cosa que apoyara su teoría. Numerosas notas a la intendencia de la ciudad reclamando la reparación del alumbrado público, o la expulsión de vagabundos del área céntrica; cientos de cartas destinadas al presidente de la nación, denunciando atropellos banales en su mayoría; interminables listas de compras absolutamente desprovistas de valor literario alguno.
            Como si esto no hubiera sido suficiente desazón, Blaquier Lynch no halló en estos escritos rastro alguno de la talentosa prosa que poblaba toda obra de Martínez Losada. En estos papeles su escritura era insultantemente normal y homogeneizada, estrictamente informativa, sin diferencia alguna con el manual de una heladera, o un libro de anatomía. Se adivinaban en sus frases, y en el uso de palabras poco habituales, una erudición importante, pero de ninguna manera eran la obra de un genio. Blaquier Lynch, convencido de que ese hallazgo no haría más que avivar el fuego en contra de su autor favorito, convenció a la sobrina de que el mejor destino para esos papeles era el fuego purificador. “Publicar esto no hará más que debilitar el prestigio de su tío”, le dijo, con su orgullo profundamente herido.
            Días después, en una noche solitaria, envalentonado luego de una botella de whisky, arrojó concienzudamente cada uno de los papeles al fuego, y los observó arder con la desazón de quien ve que su trabajo, que el esfuerzo de toda su vida, ha sido en vano. Tal vez fuera el humo, o el alcohol, pero fuera lo que fuera, aquella noche lloró amargamente mientras veía desvanecerse a sus últimas ilusiones.


            ¿Por qué no podía aceptar la teoría de que Ramón Cisternas había escrito las obras que le apasionaban? Algunos de sus compañeros académicos se habían rendido ante la evidencia y abrazaban sin pruritos la causa a favor del escritor paraguayo, lo cual no era extraño, dado que en definitiva el arte debía legitimarse por sí mismo y no por su autor, afirmaban. Pero él no tenía la fe del converso, y le parecía absurdo aceptar la autoría de Cisternas sobre esas obras. Separar la obra del autor era un recurso inaceptable, incluso desde un punto de vista científico. Mal podía pregonarse la autoría de obras literarias extraordinarias por parte de un hombre que a todas luces no poseía la preparación necesaria. Pero además, había algo más que lo atormentaba: le resultaba imposible aceptar la superioridad intelectual de alguien que no poseía, al menos, su misma formación académica. Podía tolerar perfectamente la idea de que Martínez Losada, un hombre de una cultura extraordinaria, había alcanzado alturas que él jamás, ni en sus sueños más delirantes, alcanzaría. Pero no podía tolerar la posibilidad de que Ramón Cisternas, un hombre que no había aprendido a leer hasta su adolescencia y que jamás había pertenecido a los ambientes adecuados, era capaz de esas mismas proezas narrativas.
            Así, mientras sus colegas se dividían entre aquellos que consideraban que estas obras no habían perdido un ápice de su valor literario, y otros sostenían –hipócritamente- que durante todos esos años habían sido sobrevaloradas, Blaquier Lynch se mantuvo al margen, repelido por la figura grotescamente inadecuada de Ramón Cisternas, pero aun seducido por la belleza de esas obras que, en definitiva, se mantenían inalterables. Pronto abandonó todo análisis de las mismas en sus clases universitarias, y las arrumbó en los estantes más recónditos de su biblioteca. Por las noches resistía la tentación de releerlas, preso de constantes debates internos tan intensos como estériles ¿Por qué no podía solazarse en su lectura como tantas veces lo había hecho? Disfrutaba sin culpas del trabajo artístico de autores que habían cometido crímenes atroces, pero no podía tolerar la idea de aceptar que esas obras, a las que había dedicado su vida e intelecto, habían sido escritas por un vulgar campesino.
            El último bastión de quienes seguían defendiendo a Martínez Losada como el verdadero autor de las obras en discusión, era que nunca se había hallado un manuscrito más antiguo de “De espaldas al mar” que el que se encontraba en el Museo Nacional de Bellas Artes, de puño y letra de Martínez Losada, fechado en Noviembre de 1967. El sobrino de Cisternas adujo que existía un manuscrito más antiguo, pero nunca pudo demostrar su existencia.



            Y entonces se encendió una luz de esperanza, cuando, sin previo aviso, se apersonó en su estudio un hombre que afirmaba ser sobrino nieto de Martínez Losada, y conocer el paradero de los verdaderos manuscritos originales de las demás obras. Blaquier Lynch intentó no dejarse llevar por el entusiasmo, en particular porque las indicaciones que recibió de este informante no eran demasiado precisas. Pero al poco tiempo se halló reconstruyendo los pasos olvidados del prócer literario caído en desgracia y, merced a una combinación de habilidad deductiva y azar, una fría noche de Agosto se encontró frente al portón que ahora observaba, dentro del que podía existir una justificación para todo su esfuerzo, la realización de su destino truncado y la reivindicación definitiva de Martínez Losada.
            Apagó el cigarrillo y lo pisó con fuerza, tratando mediante ese gesto de juntar valor para traspasar el umbral que se alzaba ante su vista, sabedor de que detrás de esa puerta le esperaba el regreso al paraíso o la continuación indefinida de su condena en el abismo de la desilusión.  Cuando lo abrió, los goznes del portón produjeron un sonido hiriente, lleno de suspenso.
            Cuando vio la primera caja, prolijamente rotulada “Cuentos, 1958-1963” su corazón dio un salto, y tuvo que concentrarse para mantenerse en pie luego de leer en otra el rótulo “Ensayos, 1970-1975”. Pero como si su turbación no fuera suficiente con esos hallazgos, cuando vio la caja que anunciaba en su tapa  “Y el oro perdió su brillo, 1970”, su respiración se detuvo, y no pudo evitar que la minúscula llama de esperanza que a duras penas sobrevivía en su corazón se convirtiera en una hoguera abrasadora que le quemaba el pecho.
            ¿Por dónde empezar? Había soñado con ese momento miles de veces, y ahora que se convertía en realidad le resultaba tremendamente difícil superar el bloqueo de la conmoción que se sentía. Sus músculos estaban agarrotados por una ansiedad paralizante. Poco a poco logró dominar sus emociones y empezar a abrir una de las cajas, la que anunciaba en su tapa “Borradores varios, 1950-1975”. Pero entonces, cuando estaba a punto de hojear los primeros cuadernos amarillentos que había sacado, vio algo que hizo que su corazón se detuviera por completo. En un rincón del lugar, una caja apartada tenía un rótulo que anunciaba “De espaldas al mar, 1964”.
            Caminó vacilante hacia la caja, preso de una mezcla de temor y desconfianza hacia su nuevo hallazgo ¿Acaso Martínez Losada había escrito “De espaldas al mar” en 1964? ¿Había encontrado una versión más temprana de la obra? Paulatinamente esta idea creció en su pensamiento y terminó abriendo la caja a tirones, cortando las ataduras que la cubrían lleno de euforia ante la perspectiva de haber encontrado un tesoro de ese tamaño.
            Segundos después sostenía ante sus ojos un cuaderno amarillento escrito en una caligrafía  que, para su sorpresa, era completamente distinguida de la letra estilizada y solemne de Martínez Losada, pero que tampoco se asemejaba en ningún aspecto a la grafía tosca y exagerada de Cisternas. Se trataba de una escritura redondeada y prolija, con especial cuidado en el cierre de cada una de las letras, acentos, diéresis y signos de puntuación estaban meticulosamente realizados. Blaquier Lynch hojeó algunas páginas y se encontró con una versión ligeramente distinta de la obra que tantas veces había leído. Se encontraba, claramente, ante una versión sin pulir de esa obra inmortal.
            Comenzó a pasar las páginas con mayor velocidad hasta que, al llegar a la última, leyó horrorizado, luego de la palabra “FIN” escrita con celoso cuidado, algo que jamás se habría imaginado: “Escrito entre los meses de Febrero a Junio de  1964 por Felicia Soledad Arroyo”. Luego de leerlo un mareo insoportable lo abatió y dio con sus huesos en el duro cemento del piso del depósito. El horror, lo inimaginable ¡Felicia Arroyo no era más que la cocinera de Martínez Losada! Una mujer que había llegado de un pueblo perdido en el interior de La Pampa para trabajar en las tareas domésticas de la casa de los Martínez Losada, a cambio de vivienda y sustento. Una pobre pueblerina que contaba como sus únicos y modestos laureles educativos haber completado la escuela primaria y tomar cursos aislados de crochet.
            Blaquier Lynch se esforzó como nunca por recuperar el aliento y se incorporó desesperado. Comenzó a abrir las cajas y explorar su contenido frenéticamente, enajenado. Todos los cuadernos, cada una de las hojas ¡Cada una de las palabras habían sido escritas con esa letra infantilmente prolija y meticulosa! Cada obra que se había atribuido a Martínez Losada o a Cisternas estaba ahí, escrita a mano, con fechas más antiguas que todos los manuscritos hallados hasta el momento.
            La sola posibilidad de que lo que temía fuera cierto, hizo que Blaquier Lynch se estremeciera de dolor. Aun incrédulo de las implicancias de sus hallazgos, no podía, por el bien de la literatura, conceder la menor oportunidad de que se corroborara la terrible hipótesis que tenía ante sus ojos. No necesitó pensarlo demasiado, sólo unos segundos le bastaron para convencerse de que ese depósito debía arder hasta sus cimientos.