Aún
recuerdo como si fuera ayer la primera vez que vi a Juan Ramón Galarza tocar
una pelota. Tenía diecisiete años y comenzaba a despedirse de la quinta
división del glorioso verdinegro. Yo fui a ver el partido de la quinta,
justamente, porque me dijeron que había un chico que jugaba de enganche que
prometía. Incluso, decían, podía llegar al fútbol grande. Era una mañana de
sábado fresca, nublada, de esas ideales para jugar al fútbol. Las inferiores se
enfrentaban a Boca, nada menos, y venían perdiendo parejo, por no menos de dos
o tres goles cada división, pero se esperaba otra cosa de la quinta, que le
hacía partido a cualquiera.
Sin
embargo, si recuerdo tan bien ese día no fue solamente porque vi jugar a
Galarza por primera vez, sino también porque en el mismo equipo jugaba Remigio
Vallejos, un número dos que, en silencio, sin estridencias, terminaría siendo
tan importante para Nueva Chicago como Galarza, aunque ambos por caminos
absolutamente distintos. A su manera, como digo, cada uno fue muy importante en
el club, y representaron dos formas de ver el fútbol y, porque no, la vida en
general.
Galarza,
se notaba, era un distinto, de los que parece que siempre van al trotecito y
sin embargo llegan antes que el defensor. Debo decir, de todas formas, que pese
a su evidente habilidad y buena técnica, como enganche no tenía futuro: le
faltaba la solidaridad, el desprendimiento del enganche puro, ese al que no le
importa que las fotos se las saquen al nueve, ese que piensa primero a quien
dársela y no en su propio lucimiento. Por el contrario, Galarza era sumamente
egoísta y un amante de la gambeta improductiva. Los años me dieron la razón: la
mejor parte de su carrera jugó como media punta, y en ese puesto despuntó sin
arrepentimientos el vicio de jugar para la tribuna.
Vallejos,
por su parte, era un hombre entregado al sacrificio y el esfuerzo. Un defensor
feo, sucio y malo. A veces pienso que no le interesaba la pelota, que la
consideraba un accesorio innecesario para su misión deportiva, una molestia de
la que se desprendía con largos pelotazos de destino incierto. Incluso creo que
sus escasas incursiones ofensivas –generalmente, cuando pisaba el área rival a
la espera de un tiro de esquina- tenían objetivos meramente turísticos. Pero,
que quede claro, Vallejos no era un jugador malicioso o traicionero: sus extraordinarios
actos de violencia se producían siempre en la disputa del balón. No había, en Vallejos, ningún vestigio del
normal instinto de preservación de todo ser humano, y en cada intervención
arriesgaba tanto su vida como la del rival.
Aquel
partido pareció una síntesis de lo que serían las carreras de ambos jugadores,
y un prólogo temprano al incidente que los enfrentaría en el ocaso de sus
trayectorias. La quinta de Nueva Chicago, de la que tanto se esperaba aquel
día, perdió tres a uno, como solidarizándose con las demás divisiones. Galarza,
que hasta el tercer gol de Boca había pasado bastante desapercibido, descontó
con un gol exquisito, picando la pelota ante la salida del arquero, luego de
haber superado con un autopase a los dos centrales rivales. Vallejos, que había
ganado la mayoría de sus duelos con el nueve rival, terminó expulsado tras
cometerle la falta que derivaría en el segundo gol xeneize, de penal.
Quiero
detenerme en la descripción de la jugada de este gol, porque considero que en
ella se hallan gran parte de las razones para el desempeño que estos jugadores
tuvieron en sus notables trayectorias profesionales. Pocas veces una jugada
expresó tan claramente el carácter de sus protagonistas. Transcurrían,
aproximadamente, los quince minutos del segundo tiempo, con todo el equipo
lanzado en ataque buscando el empate. Galarza, en la mitad de la cancha,
apretado por el cinco xeneize, le hace un caño pisado magnifico pero la pelota
se le va un poco larga, y en lugar de ir a disputar el balón con el ocho rival,
que había venido a ayudar a su compañero, finge un trote de compromiso en busca
de la pelota absolutamente estéril. Luego de una pared rápida entre el ocho y
el diez, todo Nueva Chicago queda mal parado y el ocho, acompañado por el nueve
unos metros más atrás, atacan el arco con el único obstáculo –sin contar al
arquero- de Remigio Vallejos.
Aquí nuestro
último hombre realiza una jugada descomunal, digna de un hombre entregado por
completo a una causa, de un talibán del fútbol. En primer lugar acude a la caza
del número ocho, quien osadamente tira la pelota por un lado y va a buscarla
por el otro. Vallejos, aun habiendo sido burlado, continúa al acecho del
atacante. Recuerdo que a mi mente venían imágenes de un león persiguiendo a una
gacela por la sabana africana. Cuando el volante xeneize vuelve a tomar
contacto con la pelota, Vallejos, en una acción memorable, se lanza con los dos
pies hacia adelante, llegando a trabar la pelota pero también impactando a su
rival. El esférico continuó su marcha hacia adelante y fue recogido por el
nueve de Boca, que encaró al arquero con tranquilidad, y ante la salida del
mismo tiró una gambeta larga que tenía enormes probabilidades de éxito.
En este punto es
cuando la jugada se transformó, definitivamente, en inolvidable. A la manera de
los monstruos de películas de terror baratas, la reaparición en escena de
Vallejos fue absolutamente ilógica teniendo en cuenta su lentitud habitual, su
paso, casi diría, robótico. En el momento en el que el nueve boquense iba a
patear al arco confluyeron, en ese punto de la cancha, además, el arquero y
Vallejos, que venía lanzado como un tren sin frenos, y acudió con las plantas
de sus pies a evitar que el delantero consiguiera su gol. Hubo, durante algunos
segundos, una polvareda que hizo imposible ver exactamente qué había pasado,
aunque los ruidos y los alaridos de terror dejaron en claro que había sido algo
terrible. Por fin, cuando la nube de polvo se disipó, emergió Vallejos con el
pecho inflado y la frente alta, llevando la pelota al pie con una prestancia
digna de Beckenbauer, al menos hasta el momento en el que lanzó el obligado
pelotazo. Atrás quedaban, maltrechos, nuestro arquero y el delantero rival, quienes
tuvieron que ser reemplazados por diversas lesiones.
Cuando el
árbitro le mostró la tarjeta roja, Vallejos aceptó su destino sin protestas y
se marchó de la cancha con la frente en alto.
Pasaron unos
años sin que viera a ninguno de los dos en acción, porque debido a cuestiones
laborales dejé de ir a ver las inferiores del club. No me sorprendí, de todos
modos, cuando avisté a Galarza en el banco de suplentes en un partido ante
Huracán, y cuando poco tiempo después comenzó a figurar habitualmente en el
equipo titular. A Vallejos le tomó un poco más de tiempo, pero todavía de joven
llegó a ser el dos titular de Nueva Chicago.
Coincidieron en
la formación titular poco más de un año, justamente en una de las mejores
temporadas del equipo, la del campeonato de la B del 81, que nos depositó en la
primera división como tantas veces. Galarza armó las valijas inmediatamente,
tentado por una oferta de un club
francés imposible de rechazar para un hombre acostumbrado a las privaciones del
ascenso argentino. Vallejos, en cambio, no recibió ofertas y se quedó a vivir
la extraña mezcla de sensaciones, un poco de euforia y otro poco de calvario,
que fue aquel paso del equipo por la primera división.
Poco se supo del
Mago Galarza por los siguientes años; era una época previa a la aparición de
internet, y en general no se prestaba tanta atención al fútbol internacional.
Sí supimos que durante varias temporadas fue la estrella de un equipo francés,
el Saint Ettiene, que no tenía demasiadas pretensiones. Y a pesar de que eran
años pródigos para Argentina en volantes ofensivos como Maradona, Bochini o
Alonso, Galarza llegó a vestir la camiseta de la selección en un par de
amistosos sin importancia posteriores al mundial del 86.
Vallejos, por su
parte, en silencio y sin estridencias, fue poco a poco convirtiéndose en uno de
los emblemas de Nueva Chicago, un jugador muy querido por la hinchada por su
enjundia y su pasión a la hora de disputar la pelota. Siempre pensé que, de
haber sido menos ofensivo a la vista (no era un muchacho agraciado, y su
cabello, un matorral salvaje, no ayudaba en ese sentido) y de haber tenido un
poco más de prestancia con la pelota, podría haber llegado a un club grande de
nuestro país.
A principios de
los noventa Galarza ya no era el jugador determinante de antaño, aunque gran
parte de su categoría continuaba intacta. Había retrocedido un escalón, en
términos futbolísticos, y había pasado a la liga griega, siendo titular
indiscutible en el Panathinaikos.
Esto le posibilitaba disputar anualmente la copa de campeones europea, aunque
más no fuera en carácter de mero actor de reparto de los verdaderos grandes de
Europa, yéndose con la frente en alto si eran eliminados durante la primera
ronda sin mayores goleadas en contra.
Vallejos, por su
parte, llevaba algo más de cuatrocientos partidos con la camiseta de Nueva
Chicago, sufriendo los constantes vaivenes de una institución que nunca
terminaba de decidirse entre alcanzar la grandeza de una escuadra nacional o
abrazar sin ambages la naturaleza humilde un club de barrio. Fue Vallejos, con
toda seguridad, uno de los futbolistas que más veces vistió la camiseta del
verdinegro, aunque el hecho no está del todo claro porque los estadígrafos del
fútbol argentino no posan su vista con tanta atención sobre al ascenso. Sin
embargo, la cuestión de la cantidad de partidos es meramente anecdótica, siendo
lo más importante la emoción sincera con la que la afición aplaudía las
intervenciones asesinas de Vallejos en la zaga central. Sus memorables planchas
y patadas, todas ellas producto del entusiasmo y la torpeza antes que de la
mala intención, eran festejadas como un gol por una hinchada que, justo es
decirlo, ante la falta de acostumbramiento a la belleza había decidido celebrar
lo que tuviera a mano porque, convengamos, algo había que celebrar. Convirtió
algunos goles, producto de incursiones ofensivas desesperadas, para rescatar un
empate o a veces, ni siquiera eso. Me emocionó profundamente verlo gritar
aquellas conquistas con alma y vida, a diferencia de esos jugadores
completamente desapasionados que ensayaban bailes o coreografías indignas.
En el 94, a poco
de empezar la pretemporada, la noticia conmovió a la afición de Nueva Chicago:
Galarza, el hijo pródigo, volvía para utilizar los colores del club que lo vio
nacer. Algunos entusiastas se encaramaron a esperanzas exageradas de ascenso,
apoyados en el regreso del antiguo crack. Yo no sentí tal euforia: el año
anterior Galarza había jugado poco y nada, producto de una rotura de ligamentos
cruzados de la rodilla, y eso en un jugador de su edad pesaba muchísimo.
Aquella temporada, lamentablemente, terminó otorgando razón a mis sospechas,
porque Galarza jugó muy poco y, a pesar de que aún dejaba jugadas con su sello
de distinción, su compromiso con el equipo era aún menor producto de su físico
endeble, y su velocidad endiablada de años anteriores había disminuido
considerablemente. Sin embargo, vale reconocerlo, nuestra parcialidad, tan poco
acostumbrada a esos destellos de elegancia y buen gusto, tuvo al menos el
placer de disfrutar esos breves momentos de alegría.
No fue el mejor
año para el verdinegro, pero tampoco el peor. Navegamos sin estridencias la
mitad de la tabla de la B, sin riesgos de descenso pero lejos, también, de la
posibilidad del ascenso. Vallejos tuvo asistencia casi perfecta, faltando nada
más que a tres partidos por sanciones completamente justas, producto de
expulsiones luego de jugadas con su sello característico de violencia aplicada
al fútbol. Cerca del final de la temporada Galarza anunció su retiro, hecho que
no sorprendió a nadie porque era evidente que su físico maltrecho le impediría
continuar mucho tiempo más. El anuncio obtuvo repercusión en algunos medios
nacionales. Una enorme bandera con la leyenda “Gracias por todo, Mago”, se
desplegó el día de su despedida. Con el tiempo, confirmé mis sospechas de que
había sido pagada en su práctica totalidad por el mismo Galarza.
La elección de
ídolos futbolísticos, habitualmente atribuida a factores objetivos como
permanencia en el equipo o la consecución de logros deportivos con el mismo, a
veces se desvía de esos caminos y se produce por mecánicas más confusas, y se
termina erigiendo un pedestal para jugadores con pergaminos dudosos, en
detrimento de otros que tal vez hicieron mayores méritos. El caso de Galarza y
Vallejos fue, en ese sentido, paradigmático, porque mientras el Mago fue ungido
como una deidad en nuestro humilde olimpo verdinegro, Remigio, aunque apreciado
por todos los simpatizantes, jamás llegó a gozar de ese amor apasionado. No
importó que dedicara su vida entera a la defensa de nuestros colores (tal vez
por falta de opciones, justo es decirlo) ni que compensara en la cancha con
fervor y entusiasmo su poca pericia con el balón. Jamás alcanzó la altura de
Galarza en la consideración de la hinchada. No digo, ojo, que la mereciera,
pero tal vez debimos ser más agradecidos con él. Tal vez así habríamos evitado
el desafortunado desenlace de la despedida del Mago Galarza.
En el 95, ante
una nueva temporada ayuna de emociones fuertes, la dirigencia, para dar un
golpe de efecto y reunir a la familia verdinegra en el República de Mataderos,
decidió organizar una despedida para Galarza, enfrentando a un combinado de
viejas glorias del equipo y amigos del Mago al plantel actual. Amigos del Mago
tuvo en sus filas, entre otros, al flaco Lamadrid y Quique Hrabina. Hasta
último momento se especuló con la participación de Diego Maradona, aunque
sospecho que tal rumor no fue más que una burda estrategia publicitaria,
aprovechando la circunstancia de que Galarza y el Diez compartieron plantel en
la selección argentina en algunas oportunidades.
El partido tuvo
todos los ingredientes de este tipo de cotejos celebratorios. Una marca
relajada y un ritmo liviano posibilitó que los jugadores se lucieran en
acciones de juego sumamente improbables en un partido por los puntos. Galarza
tiró un par de caños y marcó un gol de emboquillada que hicieron las delicias
de la afición. Incluso Hrabina, tan poco afecto a las sutilezas, salió jugando
con un enganche impropio de él ante la presión fingida del delantero rival.
Pero lo que se desarrollaba como una fiesta terminaría, en definitiva, como una
mancha en el historial de nuestra institución, a partir de una jugada que tuvo
como protagonistas a Galarza y Vallejos.
Corrían los
ochenta y cinco minutos de juego y el cotejo estaba igualado en cuatro tantos.
Lamadrid rechazó un córner sobre el área de Amigos del Mago y fue justamente el
homenajeado quien tomó la pelota, encarando a Vallejos uno contra uno. Remigio,
consciente de la diferencia de velocidad entre ambos, fue al piso con enjundia
y determinación pero no encontró más que aire, porque Galarza, con un
movimiento grácil, alargó la pelota y evitó su zancadilla con un salto llenó de
elegancia. La multitud aplaudió la jugada, convencidos de que no era más que
una representación teatral para ensalzar las virtudes del Mago, y que la acción
de Vallejos no había sido realizada con verdadero ánimo defensivo. Pero yo no
compartí el entusiasmo de los demás, sabedor del inquebrantable deseo de
Vallejos por evitar la caída de su propio arco, cualquiera fueran las circunstancias.
Por eso, cuando
lo vi levantarse luego de ser desairado por primera vez, no me sorprendió ver
en sus ojos el brillo asesino con el que emprendió la persecución de Galarza,
el mismo brillo asesino que su mirada tenía en cualquier tarde en la que el
verdinegro jugaba por los puntos. Galarza, para colmo, iba al trotecito,
convencido de que todos los actores de esa tarde se hallaban predispuestos para
su lucimiento personal. Y así era, con la excepción de Vallejos, quien no
conocía el concepto de amistoso. Por eso, cuando el Mago tiró la gambeta larga
ante la salida de nuestro arquero y se aprestó a patear ya con el arco vacío,
mi sangre se congeló al mirar a Vallejos en el acto de tirar una gloriosa
patada voladora que dio en la rodilla del Mago, y el silencio en el estadio
posibilitó que todos escucháramos, con prístina claridad, el terrible crack que
produjeron las articulaciones de Galarza ante el embate de la furia asesina de
la humanidad de Vallejos.
Los sucesos que
tuvieron lugar luego de esta jugada no merecen mayor comentario, dado que
fueron ampliamente reflejados en la prensa deportiva y policial del país, en lo
que se conoció como “La batalla de Mataderos”. Los Amigos del Mago y Nueva
Chicago se enfrentaron en una gresca sin precedentes, que culminó con siete
heridos y la práctica totalidad de los involucrados que no fueron internados en
el hospital, arrestados en la comisaría quinta de Mataderos. Todavía hoy,
esporádicamente, llegan a la sede del club citaciones judiciales vinculadas con
aquel lamentable episodio.
Vallejos
continuó defendiendo la gloriosa casaca del verdinegro, entregando un coraje
sin igual en cada una de sus intervenciones, hasta el año 97, en el cual se
retiró luego de una seguidilla de expulsiones que hicieron evidente que ya no
podía seguir compitiendo a nivel profesional. Puso una pizzería cerca del
estadio, y a veces despunta el vicio con el equipo de veteranos.
Galarza dirige a
la sexta y a la quinta de Nueva Chicago. Hace un buen trabajo con los chicos.
Dice que no le guarda rencor a Vallejos, aunque a veces se acuerda de él. Sobre
todo, dice, cuando está por cambiar el tiempo.