miércoles, 2 de abril de 2014

La despedida del Mago Galarza



            Aún recuerdo como si fuera ayer la primera vez que vi a Juan Ramón Galarza tocar una pelota. Tenía diecisiete años y comenzaba a despedirse de la quinta división del glorioso verdinegro. Yo fui a ver el partido de la quinta, justamente, porque me dijeron que había un chico que jugaba de enganche que prometía. Incluso, decían, podía llegar al fútbol grande. Era una mañana de sábado fresca, nublada, de esas ideales para jugar al fútbol. Las inferiores se enfrentaban a Boca, nada menos, y venían perdiendo parejo, por no menos de dos o tres goles cada división, pero se esperaba otra cosa de la quinta, que le hacía partido a cualquiera.
            Sin embargo, si recuerdo tan bien ese día no fue solamente porque vi jugar a Galarza por primera vez, sino también porque en el mismo equipo jugaba Remigio Vallejos, un número dos que, en silencio, sin estridencias, terminaría siendo tan importante para Nueva Chicago como Galarza, aunque ambos por caminos absolutamente distintos. A su manera, como digo, cada uno fue muy importante en el club, y representaron dos formas de ver el fútbol y, porque no, la vida en general.
            Galarza, se notaba, era un distinto, de los que parece que siempre van al trotecito y sin embargo llegan antes que el defensor. Debo decir, de todas formas, que pese a su evidente habilidad y buena técnica, como enganche no tenía futuro: le faltaba la solidaridad, el desprendimiento del enganche puro, ese al que no le importa que las fotos se las saquen al nueve, ese que piensa primero a quien dársela y no en su propio lucimiento. Por el contrario, Galarza era sumamente egoísta y un amante de la gambeta improductiva. Los años me dieron la razón: la mejor parte de su carrera jugó como media punta, y en ese puesto despuntó sin arrepentimientos el vicio de jugar para la tribuna.
            Vallejos, por su parte, era un hombre entregado al sacrificio y el esfuerzo. Un defensor feo, sucio y malo. A veces pienso que no le interesaba la pelota, que la consideraba un accesorio innecesario para su misión deportiva, una molestia de la que se desprendía con largos pelotazos de destino incierto. Incluso creo que sus escasas incursiones ofensivas –generalmente, cuando pisaba el área rival a la espera de un tiro de esquina- tenían objetivos meramente turísticos. Pero, que quede claro, Vallejos no era un jugador malicioso o traicionero: sus extraordinarios actos de violencia se producían siempre en la disputa del balón.  No había, en Vallejos, ningún vestigio del normal instinto de preservación de todo ser humano, y en cada intervención arriesgaba tanto su vida como la del rival.
            Aquel partido pareció una síntesis de lo que serían las carreras de ambos jugadores, y un prólogo temprano al incidente que los enfrentaría en el ocaso de sus trayectorias. La quinta de Nueva Chicago, de la que tanto se esperaba aquel día, perdió tres a uno, como solidarizándose con las demás divisiones. Galarza, que hasta el tercer gol de Boca había pasado bastante desapercibido, descontó con un gol exquisito, picando la pelota ante la salida del arquero, luego de haber superado con un autopase a los dos centrales rivales. Vallejos, que había ganado la mayoría de sus duelos con el nueve rival, terminó expulsado tras cometerle la falta que derivaría en el segundo gol xeneize, de penal.
            Quiero detenerme en la descripción de la jugada de este gol, porque considero que en ella se hallan gran parte de las razones para el desempeño que estos jugadores tuvieron en sus notables trayectorias profesionales. Pocas veces una jugada expresó tan claramente el carácter de sus protagonistas. Transcurrían, aproximadamente, los quince minutos del segundo tiempo, con todo el equipo lanzado en ataque buscando el empate. Galarza, en la mitad de la cancha, apretado por el cinco xeneize, le hace un caño pisado magnifico pero la pelota se le va un poco larga, y en lugar de ir a disputar el balón con el ocho rival, que había venido a ayudar a su compañero, finge un trote de compromiso en busca de la pelota absolutamente estéril. Luego de una pared rápida entre el ocho y el diez, todo Nueva Chicago queda mal parado y el ocho, acompañado por el nueve unos metros más atrás, atacan el arco con el único obstáculo –sin contar al arquero- de Remigio Vallejos.
Aquí nuestro último hombre realiza una jugada descomunal, digna de un hombre entregado por completo a una causa, de un talibán del fútbol. En primer lugar acude a la caza del número ocho, quien osadamente tira la pelota por un lado y va a buscarla por el otro. Vallejos, aun habiendo sido burlado, continúa al acecho del atacante. Recuerdo que a mi mente venían imágenes de un león persiguiendo a una gacela por la sabana africana. Cuando el volante xeneize vuelve a tomar contacto con la pelota, Vallejos, en una acción memorable, se lanza con los dos pies hacia adelante, llegando a trabar la pelota pero también impactando a su rival. El esférico continuó su marcha hacia adelante y fue recogido por el nueve de Boca, que encaró al arquero con tranquilidad, y ante la salida del mismo tiró una gambeta larga que tenía enormes probabilidades de éxito.
En este punto es cuando la jugada se transformó, definitivamente, en inolvidable. A la manera de los monstruos de películas de terror baratas, la reaparición en escena de Vallejos fue absolutamente ilógica teniendo en cuenta su lentitud habitual, su paso, casi diría, robótico. En el momento en el que el nueve boquense iba a patear al arco confluyeron, en ese punto de la cancha, además, el arquero y Vallejos, que venía lanzado como un tren sin frenos, y acudió con las plantas de sus pies a evitar que el delantero consiguiera su gol. Hubo, durante algunos segundos, una polvareda que hizo imposible ver exactamente qué había pasado, aunque los ruidos y los alaridos de terror dejaron en claro que había sido algo terrible. Por fin, cuando la nube de polvo se disipó, emergió Vallejos con el pecho inflado y la frente alta, llevando la pelota al pie con una prestancia digna de Beckenbauer, al menos hasta el momento en el que lanzó el obligado pelotazo. Atrás quedaban, maltrechos, nuestro arquero y el delantero rival, quienes tuvieron que ser reemplazados por diversas lesiones.
Cuando el árbitro le mostró la tarjeta roja, Vallejos aceptó su destino sin protestas y se marchó de la cancha con la frente en alto.



Pasaron unos años sin que viera a ninguno de los dos en acción, porque debido a cuestiones laborales dejé de ir a ver las inferiores del club. No me sorprendí, de todos modos, cuando avisté a Galarza en el banco de suplentes en un partido ante Huracán, y cuando poco tiempo después comenzó a figurar habitualmente en el equipo titular. A Vallejos le tomó un poco más de tiempo, pero todavía de joven llegó a ser el dos titular de Nueva Chicago.
Coincidieron en la formación titular poco más de un año, justamente en una de las mejores temporadas del equipo, la del campeonato de la B del 81, que nos depositó en la primera división como tantas veces. Galarza armó las valijas inmediatamente, tentado por una oferta  de un club francés imposible de rechazar para un hombre acostumbrado a las privaciones del ascenso argentino. Vallejos, en cambio, no recibió ofertas y se quedó a vivir la extraña mezcla de sensaciones, un poco de euforia y otro poco de calvario, que fue aquel paso del equipo por la primera división.
Poco se supo del Mago Galarza por los siguientes años; era una época previa a la aparición de internet, y en general no se prestaba tanta atención al fútbol internacional. Sí supimos que durante varias temporadas fue la estrella de un equipo francés, el Saint Ettiene, que no tenía demasiadas pretensiones. Y a pesar de que eran años pródigos para Argentina en volantes ofensivos como Maradona, Bochini o Alonso, Galarza llegó a vestir la camiseta de la selección en un par de amistosos sin importancia posteriores al mundial del 86.
Vallejos, por su parte, en silencio y sin estridencias, fue poco a poco convirtiéndose en uno de los emblemas de Nueva Chicago, un jugador muy querido por la hinchada por su enjundia y su pasión a la hora de disputar la pelota. Siempre pensé que, de haber sido menos ofensivo a la vista (no era un muchacho agraciado, y su cabello, un matorral salvaje, no ayudaba en ese sentido) y de haber tenido un poco más de prestancia con la pelota, podría haber llegado a un club grande de nuestro país.
A principios de los noventa Galarza ya no era el jugador determinante de antaño, aunque gran parte de su categoría continuaba intacta. Había retrocedido un escalón, en términos futbolísticos, y había pasado a la liga griega, siendo titular indiscutible en el Panathinaikos. Esto le posibilitaba disputar anualmente la copa de campeones europea, aunque más no fuera en carácter de mero actor de reparto de los verdaderos grandes de Europa, yéndose con la frente en alto si eran eliminados durante la primera ronda sin mayores goleadas en contra.
Vallejos, por su parte, llevaba algo más de cuatrocientos partidos con la camiseta de Nueva Chicago, sufriendo los constantes vaivenes de una institución que nunca terminaba de decidirse entre alcanzar la grandeza de una escuadra nacional o abrazar sin ambages la naturaleza humilde un club de barrio. Fue Vallejos, con toda seguridad, uno de los futbolistas que más veces vistió la camiseta del verdinegro, aunque el hecho no está del todo claro porque los estadígrafos del fútbol argentino no posan su vista con tanta atención sobre al ascenso. Sin embargo, la cuestión de la cantidad de partidos es meramente anecdótica, siendo lo más importante la emoción sincera con la que la afición aplaudía las intervenciones asesinas de Vallejos en la zaga central. Sus memorables planchas y patadas, todas ellas producto del entusiasmo y la torpeza antes que de la mala intención, eran festejadas como un gol por una hinchada que, justo es decirlo, ante la falta de acostumbramiento a la belleza había decidido celebrar lo que tuviera a mano porque, convengamos, algo había que celebrar. Convirtió algunos goles, producto de incursiones ofensivas desesperadas, para rescatar un empate o a veces, ni siquiera eso. Me emocionó profundamente verlo gritar aquellas conquistas con alma y vida, a diferencia de esos jugadores completamente desapasionados que ensayaban bailes o coreografías indignas.


En el 94, a poco de empezar la pretemporada, la noticia conmovió a la afición de Nueva Chicago: Galarza, el hijo pródigo, volvía para utilizar los colores del club que lo vio nacer. Algunos entusiastas se encaramaron a esperanzas exageradas de ascenso, apoyados en el regreso del antiguo crack. Yo no sentí tal euforia: el año anterior Galarza había jugado poco y nada, producto de una rotura de ligamentos cruzados de la rodilla, y eso en un jugador de su edad pesaba muchísimo. Aquella temporada, lamentablemente, terminó otorgando razón a mis sospechas, porque Galarza jugó muy poco y, a pesar de que aún dejaba jugadas con su sello de distinción, su compromiso con el equipo era aún menor producto de su físico endeble, y su velocidad endiablada de años anteriores había disminuido considerablemente. Sin embargo, vale reconocerlo, nuestra parcialidad, tan poco acostumbrada a esos destellos de elegancia y buen gusto, tuvo al menos el placer de disfrutar esos breves momentos de alegría.
No fue el mejor año para el verdinegro, pero tampoco el peor. Navegamos sin estridencias la mitad de la tabla de la B, sin riesgos de descenso pero lejos, también, de la posibilidad del ascenso. Vallejos tuvo asistencia casi perfecta, faltando nada más que a tres partidos por sanciones completamente justas, producto de expulsiones luego de jugadas con su sello característico de violencia aplicada al fútbol. Cerca del final de la temporada Galarza anunció su retiro, hecho que no sorprendió a nadie porque era evidente que su físico maltrecho le impediría continuar mucho tiempo más. El anuncio obtuvo repercusión en algunos medios nacionales. Una enorme bandera con la leyenda “Gracias por todo, Mago”, se desplegó el día de su despedida. Con el tiempo, confirmé mis sospechas de que había sido pagada en su práctica totalidad por el mismo Galarza.



La elección de ídolos futbolísticos, habitualmente atribuida a factores objetivos como permanencia en el equipo o la consecución de logros deportivos con el mismo, a veces se desvía de esos caminos y se produce por mecánicas más confusas, y se termina erigiendo un pedestal para jugadores con pergaminos dudosos, en detrimento de otros que tal vez hicieron mayores méritos. El caso de Galarza y Vallejos fue, en ese sentido, paradigmático, porque mientras el Mago fue ungido como una deidad en nuestro humilde olimpo verdinegro, Remigio, aunque apreciado por todos los simpatizantes, jamás llegó a gozar de ese amor apasionado. No importó que dedicara su vida entera a la defensa de nuestros colores (tal vez por falta de opciones, justo es decirlo) ni que compensara en la cancha con fervor y entusiasmo su poca pericia con el balón. Jamás alcanzó la altura de Galarza en la consideración de la hinchada. No digo, ojo, que la mereciera, pero tal vez debimos ser más agradecidos con él. Tal vez así habríamos evitado el desafortunado desenlace de la despedida del Mago Galarza.



En el 95, ante una nueva temporada ayuna de emociones fuertes, la dirigencia, para dar un golpe de efecto y reunir a la familia verdinegra en el República de Mataderos, decidió organizar una despedida para Galarza, enfrentando a un combinado de viejas glorias del equipo y amigos del Mago al plantel actual. Amigos del Mago tuvo en sus filas, entre otros, al flaco Lamadrid y Quique Hrabina. Hasta último momento se especuló con la participación de Diego Maradona, aunque sospecho que tal rumor no fue más que una burda estrategia publicitaria, aprovechando la circunstancia de que Galarza y el Diez compartieron plantel en la selección argentina en algunas oportunidades.
El partido tuvo todos los ingredientes de este tipo de cotejos celebratorios. Una marca relajada y un ritmo liviano posibilitó que los jugadores se lucieran en acciones de juego sumamente improbables en un partido por los puntos. Galarza tiró un par de caños y marcó un gol de emboquillada que hicieron las delicias de la afición. Incluso Hrabina, tan poco afecto a las sutilezas, salió jugando con un enganche impropio de él ante la presión fingida del delantero rival. Pero lo que se desarrollaba como una fiesta terminaría, en definitiva, como una mancha en el historial de nuestra institución, a partir de una jugada que tuvo como protagonistas a Galarza y Vallejos.
Corrían los ochenta y cinco minutos de juego y el cotejo estaba igualado en cuatro tantos. Lamadrid rechazó un córner sobre el área de Amigos del Mago y fue justamente el homenajeado quien tomó la pelota, encarando a Vallejos uno contra uno. Remigio, consciente de la diferencia de velocidad entre ambos, fue al piso con enjundia y determinación pero no encontró más que aire, porque Galarza, con un movimiento grácil, alargó la pelota y evitó su zancadilla con un salto llenó de elegancia. La multitud aplaudió la jugada, convencidos de que no era más que una representación teatral para ensalzar las virtudes del Mago, y que la acción de Vallejos no había sido realizada con verdadero ánimo defensivo. Pero yo no compartí el entusiasmo de los demás, sabedor del inquebrantable deseo de Vallejos por evitar la caída de su propio arco, cualquiera fueran las circunstancias.
Por eso, cuando lo vi levantarse luego de ser desairado por primera vez, no me sorprendió ver en sus ojos el brillo asesino con el que emprendió la persecución de Galarza, el mismo brillo asesino que su mirada tenía en cualquier tarde en la que el verdinegro jugaba por los puntos. Galarza, para colmo, iba al trotecito, convencido de que todos los actores de esa tarde se hallaban predispuestos para su lucimiento personal. Y así era, con la excepción de Vallejos, quien no conocía el concepto de amistoso. Por eso, cuando el Mago tiró la gambeta larga ante la salida de nuestro arquero y se aprestó a patear ya con el arco vacío, mi sangre se congeló al mirar a Vallejos en el acto de tirar una gloriosa patada voladora que dio en la rodilla del Mago, y el silencio en el estadio posibilitó que todos escucháramos, con prístina claridad, el terrible crack que produjeron las articulaciones de Galarza ante el embate de la furia asesina de la humanidad de Vallejos.
Los sucesos que tuvieron lugar luego de esta jugada no merecen mayor comentario, dado que fueron ampliamente reflejados en la prensa deportiva y policial del país, en lo que se conoció como “La batalla de Mataderos”. Los Amigos del Mago y Nueva Chicago se enfrentaron en una gresca sin precedentes, que culminó con siete heridos y la práctica totalidad de los involucrados que no fueron internados en el hospital, arrestados en la comisaría quinta de Mataderos. Todavía hoy, esporádicamente, llegan a la sede del club citaciones judiciales vinculadas con aquel lamentable episodio.



Vallejos continuó defendiendo la gloriosa casaca del verdinegro, entregando un coraje sin igual en cada una de sus intervenciones, hasta el año 97, en el cual se retiró luego de una seguidilla de expulsiones que hicieron evidente que ya no podía seguir compitiendo a nivel profesional. Puso una pizzería cerca del estadio, y a veces despunta el vicio con el equipo de veteranos.
Galarza dirige a la sexta y a la quinta de Nueva Chicago. Hace un buen trabajo con los chicos. Dice que no le guarda rencor a Vallejos, aunque a veces se acuerda de él. Sobre todo, dice, cuando está por cambiar el tiempo.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Smith, el inmortal




            Desentrañar la leyenda de Roberto Smith, el inmortal, no fue una empresa sencilla en absoluto. Su fama refulgía en la década del cincuenta, pero su estela se va apagando paulatinamente hasta desaparecer por completo a comienzos de la década del ochenta. Todo lo que descubrí con posterioridad a 1982 sobre Smith me costó esfuerzos ingentes, un trabajo detectivesco para reunir los pocos datos desperdigados sobre su persona luego de ese año. Pero una vez que conté con esa información, fue aún más trabajoso separar la verdad de la leyenda. Intercalo, en este pequeño ensayo sobre su figura, fragmentos de la entrevista celebrada en 2007 con Eleuterio Cardozo, el campesino que afirma ser Roberto Smith.
            Smith comenzó su andadura como miembro estable del Gran Circo Imperial, aquel coloso de tela y metal en el que brillaran artistas extraordinarios como Benson & Hedges y El Intrépido Estévez, en 1952.  Sus primeras actuaciones –llevadas a cabo bajo el alias “el temerario”-  no presagiaban su futuro estrellato, tal como se deduce de esta crónica de la época:

            “El debut del así llamado Smith, el temerario, no pudo ser menos auspicioso. Este autoproclamado desafiante del peligro encaró una tarea a todas luces sencilla –el salto a una piscina con un metro de agua desde una altura de treinta metros-, sobre todo si se la compara con las habitualmente extraordinarias actuaciones del personal del Gran Circo Imperial. La multitud abucheó con toda justicia su acto, lanzándole, en clara señal de reprobación, elementos contundentes como ladrillos, sillas y un elefante, en una conmovedora demostración de que la unión hace la fuerza. Por suerte, el paquidermo no resultó lesionado.”

            Al poco tiempo Smith entendería que lo que en otros circos podía resultar digno de admiración, en el Imperial no era más que un acto vulgar y cotidiano. Si quería seguir perteneciendo a su elenco estable debía desafiar los límites del peligro, llevar sus pruebas a un nivel nunca antes alcanzado. Así fue como tomó la fatídica –o venturosa, depende de cómo se la mire- decisión de quitar la piscina de su número y saltar directamente hacia el duro suelo, sin intermediario amortiguador alguno.
            El público presente en aquella función no olvidaría jamás el impresionante desenlace de la proeza de Smith. Rumores de asombro y temor en partes iguales llenaban aquella noche la carpa del Imperial, mientras se acercaba el momento en el que Smith se lanzaría hacia el suelo y la fama. Los dueños del circo se mostraron preocupados porque, luego de una breve inspección del terreno, llegaron a la conclusión de que no había truco alguno; simplemente, Smith se arrojaría al suelo.
            La multitud esperaba anhelante el momento culmine de la noche, la actuación de Smith había sido publicitada como algo nunca visto, y eso, dicho por el Imperial, significaba algo verdaderamente interesante. Por fin, cinco minutos luego de la hora señalada, Smith subió a la tarima ubicada en el centro del escenario, visiblemente nervioso. Una vez allí tomó unos minutos para estirar sus músculos, y firmar un documento legal eximiendo de toda responsabilidad al Imperial en caso de que ocurriera lo peor.
            Por fin, luego de saludar a la muchedumbre con una reverencia exagerada, saltó.
            Todos los que se encontraban aquella noche retuvieron el aliento mientras vieron a Smith recorrer velozmente los treinta metros y por fin alcanzar el suelo con un sonoro impacto. El silencio se adueñó de todos los presentes al ver que el hombre no se movía. Luego del primer minuto, Smith continuaba inmóvil y, para peor, un charco de sangre empezaba a formarse alrededor de su cuerpo. Se temió lo peor, y con razón, puesto que minutos después un médico lo examinó y dictaminó, sosteniendo trescientos gramos de masa encefálica del desafortunado artista en su mano, que efectivamente había muerto.
           

            En este punto de la historia, la información debe ser tomada con suma cautela, dado que la misma resulta por completo inverosímil.
            El cadáver de Smith fue arrojado a la jaula de los leones como alimento, siguiendo la política de reciclaje extremo del circo. Y por la madrugada, gritos desesperados alertaron a los empleados del Imperial de que algo extraño estaba ocurriendo en esa jaula. Grande fue su sorpresa cuando llegaron hasta el lugar y observaron a Smith huyendo despavorido de los leones. Si bien en un primer momento se alegraron de encontrar a su amigo con vida, la felicidad duró poco, ya que hasta que lograron identificar la llave de la jaula –las doscientas setenta llaves del circo se encontraban en el mismo llavero, desafortunadamente- los feroces felinos le ocasionaron heridas que hacen muy difícil continuar con vida, tales como la separación de su cabeza del resto de su cuerpo.
            El incidente no pasó desapercibido para la cúpula del Imperial, que resolvió inmediatamente el despido del médico de la empresa, convencidos de su poca pericia en dictaminar la muerte de un paciente. Dejaron el cadáver de Smith dentro de la jaula, dado que en definitiva iba a cumplir su cometido de alimentar a los leones. La pena por Smith fue honda, pero pronto se retomó la rutina habitual, dado que la muerte de un artista en el Imperial no era un acontecimiento extraordinario.
            Sin embargo, grande fue la sorpresa cuando, días después, Smith se presentó en las oficinas de la gerencia, sin vestigio alguno de los terribles infortunios que había sufrido y, por sobre todo, usando su cabeza sobre su cuello, a la manera tradicional. Los dueños del Imperial creyeron, al principio, que se trataba de un gemelo, pero cuando la actuación se repitió y Smith regresó al cabo de unos días, empezaron a pensar que se trataba de un ser inmortal. Al poco tiempo comenzaron las pruebas sobre él, en las cuales lo sometieron a todo tipo de tormentos mortales de los que era imposible salvarse. Smith fue, sucesivamente, empalado, cremado; estrangulado; descuartizado; ahogado; asfixiado; enterrado; aplastado; apuñalado; baleado; envenenado; decapitado; ahorcado; y sin embargo, días después se apersonaba ante la gerencia sin huellas de estas acciones, reclamando su puesto de trabajo.
            Ante la evidencia de la inmortalidad de Smith, el Imperial decidió convertirlo en su principal número, sometiéndolo a muertes cada vez más espectaculares para disfrute del público, y cambiando su alias para presentarlo, en un alarde de originalidad, como “Smith, el inmortal”. El Sr. Cardozo, en ocasión de nuestra entrevista, refirió al respecto:
            “Técnicamente, el nombre era erróneo. Yo, en rigor de verdad, no era inmortal. Puedo asegurarle, por el contrario, que el resultado de todas y cada una de esas pruebas fue mi muerte, en formas tremendamente dolorosas. Lo que ocurre es que volvía. De alguna manera, volvía. Me despertaba en algún lugar cercano al de mi muerte, y lógicamente volvía al circo, porque era donde, en definitiva, me ganaba la vida.”


            Lo extraordinario, de todas formas, pierde su atractivo con la repetición. Aun el acontecimiento más espectacular se vuelve banal luego de suficientes reiteraciones. Por ello, con el paso del tiempo el número de Smith fue perdiendo popularidad, ante lo previsible del mismo. La absoluta falta de otro talento del artista, fuera de su resistencia a permanecer muerto, terminó por condenarlo al ostracismo circense al cabo de unos años. Intentó utilizar su condición para probar suerte en otras actividades, como doble de riesgo o escudo humano, pero no logró equiparar el éxito de su trabajo en el circo.
           
            “Aprendí que tener una alta tolerancia a la muerte no garantiza el éxito, si se carece de otras aptitudes laborales. En mi caso, lamentablemente, no poseía ninguna otra habilidad además de mi reticencia a permanecer muerto. Como doble de riesgo no era muy solicitado, por la sencilla razón de que aun la acrobacia más sencilla estaba fuera de mis posibilidades, por lo que solo me llamaban para filmar personajes que morían ¿Ha visto Rambo III? Yo fui uno de los que el protagonista liquida, pero el director cortó mi escena en la sala de edición porque dijo que mi muerte no parecía creíble ¡Imagínese, con la práctica que tenía en el tema!”

            En el año 2000 su rastro se pierde definitivamente. Gracias a averiguaciones de extrema dificultad, que me llevaron varios años, logré dar con el paradero de Eleuterio Cardozo, habitante de Santiago del Estero que vive monte adentro y afirma desapasionadamente ser Roberto Smith, el inmortal. Cuando lo visité lo primero que me llamó la atención fue la humildad extrema de su morada, totalmente desprovista de lujos y comodidades que uno daría por sentado en el poseedor de un talento único en el mundo ¿Acaso Smith no habría lucrado incesantemente, como lo haría cualquiera de nosotros, con su talento? Si previamente desconfiaba de la veracidad de su identidad, aún más dudas me surgieron al ver sus condiciones de vida. Debo reconocer, sin embargo, que dio razones plausibles para este modo de vida.
            Además, mis dudas se acrecentaron al encontrarme con un hombre que no superaba los treinta años, con lo que tendría la misma edad desde hace más de cincuenta años. Cardozo manifestó que había dejado de envejecer al momento de su primera muerte, y que las causas de esta detención de su crecimiento le eran tan misteriosas como el origen de su inmortalidad.

            “No crea que existen tantas posibilidades comerciales para un hombre de mi condición. El mercado de la inmortalidad es muy acotado, pese a que uno podría pensar lo contrario.
            De todas formas, usted me ve vivir de esta manera y no entiende como alguien con mi capacidad no lleva una vida mejor. Le soy sincero: todo es cuestión del tiempo. Tenemos un tiempo limitado para todo, y eso es lo único que posibilita el disfrute. Le digo más, la más mínima posibilidad de que lo que sea que haga, lo esté haciendo por última vez, es lo que le permite disfrutarlo. Si usted tuviera la plena seguridad de que volverá a hacer el amor con la mujer amada, lo disfrutaría mucho menos; cuando se pierde un gol luego de una gran jugada lo lamenta porque sabe que tal vez no vuelva a tener la oportunidad de hacerlo; si sabe que podrá escuchar su canción favorita por los siglos de los siglos, no le parecerá más que un ruido molesto, allende la armonía de sus acordes. No existe emoción alguna en una vida desprovista de riesgo y con tiempo ilimitado.
            Supe tener riquezas incalculables, me di la gran vida. Pero una vez que entendí que mi tiempo era ilimitado, todo se volvió tan relativo que perdió su valor. Las mujeres que me dejaron no me causaron ningún mal: algún día encontraría otras como ellas;  los afectos que perdí algún día serían olvidados o reemplazados; la posibilidad de un tormento ni siquiera me inmutaba: para mi nada dura más de cinco minutos; cualquier objetivo perdió su importancia al saber que tenía la eternidad para lograrlo.
            Cuando el tiempo es finito, eso le da a uno la obligación de elegir, que es una obligación emocionante, porque una equivocación le hace a uno perder un tiempo precioso. No puede darse el lujo de cortejar a la mujer equivocada, porque eso le quita tiempo para la correcta; tiene que decidir sagazmente entre infinidad de libros por leer o películas por ver, porque no tiene tiempo para todos. Sin esa emoción, créame, la monotonía lo abruma.”

            Tuvimos una charla amarga en la que me comentó, entre otras cosas, que había intentado por todos los medios el suicidio, pero que si bien en todos los casos tuvo éxito, tuvo también la mala fortuna de volver a la vida. Durante un tiempo se dedicó a quebrantar la ley de diversas maneras, sabiendo que no había condena que lo amedrentara. Tuvo, también, una etapa dedicada a colaborar con la comunidad, aprovechando su condición de inmortal para convertirse en un superhéroe más bien modesto, de entrecasa. Pero terminó agotándose de todas estas actividades por su repetición.

            “Si algo me ha enseñado la inmortalidad, señor, es que lleva consigo el castigo más terrible que pueda imaginarse: el aburrimiento.”

            Todavía impactado por el peso de sus palabras, le manifesté mis dudas acerca de su condición de inmortal y de su misma identidad ¿Podía acreditar que en verdad era Smith, el inmortal, y que su título era justificado? Tuvo la amabilidad, por toda respuesta, de alcanzarme un antiguo revolver e invitarme a matarlo para que comprobara por mí mismo la veracidad de ambas afirmaciones.   
            Fue un momento extraño, nunca había matado a un hombre, ni siquiera le había disparado a alguien. Al principio me negué, pero unos minutos después un deseo morboso e irrefrenable se apoderó de mí. Le disparé en la cabeza. Uno de los lados de su cráneo se fragmentó en miles de pedazos compuestos por sangre, piel, cabello y hueso. No me caben dudas de que estaba muerto. Me asusté y huí  raudamente.
            Jamás volví a averiguar si había vuelto a la vida. Guardo la esperanza de que así sea.  

lunes, 17 de febrero de 2014

Otro amor en el 202



El flaco siempre sabía decir que con cada mina linda que se baja del colectivo se va una historia de amor que pudo ser maravillosa. Yo pienso que era su forma de decir que la fantasía es maravillosa hasta el momento en que la tocamos, en el que la empezamos a convertir en realidad. Uno va moldeando cosas con la mente y después las empieza a deformar con las manos.
Todo esto que te digo tiene que ver con que, el otro día, caminando por Rivadavia, la volví a ver. No me lo vas a creer, pero no sé bien como se llama, aunque con el flaco creíamos que se llamaba  Natalia, porque alguna vez le vimos una carpeta con ese nombre escrito. Nati, incluso, le decíamos, aunque la mina ni nos registraba. Para el caso, es lo mismo. Pongamos que se llamaba Natalia.


En esa época, con el flaco tomábamos el colectivo todos los días por el trabajo; dos mil veces me habré subido al 202, y un día, ni idea cuando, en la parada de Salta y Belgrano subió ella. No te voy a decir que el tiempo se detuvo ni alguna de esas pelotudeces porque no fue así. No es una mina que te vaya a volver loco, no es de esas minas que todo el mundo se da vuelta para verla. Pero era linda… como explicarte, una linda mina de barrio, una muy linda mina de barrio, de las que usan vaquero y zapatillas y dan la impresión de que se pusieron lo primero que encontraron.   
Con el flaco inmediatamente la miramos, con el hambre que teníamos en esa época. Además la mina ganaba por contexto, no había muchas minas lindas en el 202. Y que subieran todos los días menos. Siempre tenía alguna carpeta o algún libro, me imagino que vendría de la facultad cuando subía. Al tiempo ya suponíamos que se llamaba Natalia, por lo que te dije, y que estudiaba profesorado de inglés, pero de hablar con ella cero, nada.
Fue todo muy gradual, la verdad, la primera vez que la vi me pareció linda, ya te dije, pero con el tiempo las cosas se me fueron de las manos. Esperaba que llegara el lunes con más ansiedad que el fin de semana, y si amenazaba con llover ya empezaba a sentirme mal porque cuando llovía generalmente ella no subía al colectivo. Después de un tiempo dejé de hablar del tema con el flaco, porque no quería que pensara que yo estaba obsesionado o algo así.
Hablarle se me cruzó por la cabeza mil veces, te juro. ¿Pero cómo arrancas una charla con una mina desconocida? Al final, uno termina preso de las convenciones sociales, entonces si la ves en un boliche o en un bar ahí si le podes llegar a hablar, porque está como socialmente aceptado que en esos lugares uno le puede hablar a desconocidos. Pero en el colectivo no, en el colectivo quedás como un loco, como un degenerado si te le acercás a una mina y le decís “hola, que tal, siempre te veo en este colectivo… ¿como te llamás?”. Para colmo nunca la vi en otro lugar, nunca se me dio la chance en algún boliche o algo así, y eso que por esa época con el flaco no le errábamos nunca los fines de semana.



Así habrá pasado un año, o algo así. Más, en realidad, año y medio, calculo. El flaco, cuando se compró el auto, unos días antes de que se lo entregaran, me dijo que como ella había millones. Que en la época en la que él estudiaba ciencias económicas la facultad estaba plagada de esa clase de minas. Era su forma de decirme que ya que él no iba a estar más en el colectivo, esperaba que la cortara con el tema de esta chica.
Pero para mí no había millones como Natalia. Era única. Vos dirás como se esto si en definitiva no la conocía, y yo creo que justamente por ahí pasa el tema. Era todo imaginación, idealismo, una fantasía. Yo creo que incluso no estaba seguro de querer conocerla. ¿Viste lo que te dije antes de que uno va moldeando cosas con la mente y después las empieza a deformar con las manos? No sé si te pasó alguna vez, que quisiste dibujar algo y en tu cabeza era perfecto, ya lo tenías listo y en cuanto agarraste el lápiz se empezó a torcer. Y sabés exactamente como lo querés pero no hay caso, tu mano no puede seguir lo que indica la cabeza. Entonces lo que te digo es que no se si realmente quería hablarle o no, ahora que lo pienso. Capaz que era el miedo a encontrarme con una mina completamente distinta a lo que yo esperaba, o a que ella pensara mal de un tipo que le hablaba en un colectivo, o el temor a que no me diera bola, que es aún peor. Capaz que era todo eso junto.


Cuando el flaco dejó de viajar en el 202 empeoró todo. Ya no tenía ninguna distracción, nadie con quien hablar. El viaje transcurría entre el tiempo en el que la esperaba y el tiempo en el que, todo lo discretamente que podía, la miraba. Al poco tiempo comencé a tomar acciones en pos de forzar algún encuentro que me permitiera hablarle sin quedar desubicado. Tácticas de una inteligencia modesta, por supuesto. Me sentaba en los asientos dobles dejando libre el que estaba al lado de la ventanilla y en cuanto ella subía me ubicaba en ese, desocupando el del lado del pasillo. Luego empecé a tomar el colectivo en la misma parada que ella, para lo cual caminaba diez cuadras únicamente con ese fin, porque en rigor de verdad el 202 pasaba prácticamente por la puerta de mi casa. Debo reconocer, por supuesto, que no eran esfuerzos considerables, y lógicamente no concluyeron con éxito. De ahí que te digo que no se si en realidad quería hablarle. Digo, si realmente le hubiese querido hablar lo habría hecho, con mucho esfuerzo pero lo habría hecho.
El caso es que el tiempo siguió pasando y yo seguí sin encontrarla en ningún otro lugar. Lo cual incluso resulta extraño, porque por mera ley de probabilidades debería haberla visto alguna vez fuera de la cercanía del 202. Catamarca no es una ciudad grande.



Alguna vez, tomando un café con el flaco, me preguntó si seguía viendo a la mina del 202. Yo no quise mentirle, no tenía mucho sentido porque él siempre se da cuenta cuando lo hago, así que le dije que sí, pero tratando de darle a mi voz un tono casual, como si acabara de advertir que la seguía viendo únicamente porque él acababa de preguntármelo. Entonces comenzó todo un discurso que ya no recuerdo muy bien, pero que me dejó una enseñanza que nunca más olvidé, y cito al flaco cuando dijo que “la fantasía puede ser una hija de puta que no te deja vivir en paz”.
Yo supe inmediatamente a qué se refería. No es que en todo ese tiempo no estuviera con nadie más por la chica del 202. Al contrario, tuve algunas historias, y en cuanto el flaco me dijo esa frase me di cuenta de lo que estaba haciendo. Cada vez que alguna mina me decepcionaba, me fallaba o, simplemente, no era exactamente lo que yo quería, pensaba que Natalia no habría hecho eso. El flaco me dijo que había visto mil veces gente como yo, a la que le pasaba lo mismo que yo. Que era típico de la gente que tenía amantes con relación de telo únicamente. “El tiempo que se pasa en el telo es tiempo de fantasía, a la misma mina la llevás una semana a tu casa y no la querés volver a ver en tu vida”, fueron exactamente sus palabras. Y de eso el flaco sabía mucho, porque sus relaciones eran exclusivamente teleras. Dudo que haya ido al cine alguna vez con una mina, incluso, ni hablar de cenar.
Con las palabras del flaco en la cabeza, la siguiente vez que subí al 202 lo hice con la firme decisión de que si no le hablaba a la chica, me tenía que olvidar de ella. Esto y empezar a viajar en el 101 fue prácticamente la misma cosa. A veces, cuando ambos colectivos se cruzaban en el camino, me fijaba si lograba verla en alguna ventanilla. Me preguntaba si habría notado mi ausencia o si el viaje seguiría siendo igual para ella.
No mucho tiempo después me compré mi primer auto. La primera vez que encendí el motor fue como decirle adiós para siempre a la chica del 202, aunque cada vez que pasaba por la esquina de Belgrano y Salta trataba de encontrarla allí, con una carpeta en la mano y el pelo suelto como si no le importara el viento.
Y por mucho tiempo no volví a verla, hasta este otro día en el que te digo que me la crucé en la Rivadavia.             Yo me acerqué todo ilusionado, imaginate, después de tanto tiempo, encontrarla en la calle en un día de primavera hermoso. Ella estaba sola y yo también. Me olvidé de cualquier inhibición, de todos los consejos del flaco y le hablé, porque en definitiva la vida es demasiado corta como para vivirla en la indecisión. Así que me paré al lado de ella y plenamente confiado de mi suerte, le pregunté:
-Hola… ¿vos sos Natalia, verdad?
Y ella me miró por unos segundos, me imagino que tratando de reconocerme, pensando que mi cara le resultaba familiar pero que no podía recordar en qué lugar me había visto, y me dijo:
-No. Me llamo Marcela.


Así que me fui a la mierda, te imaginarás. ¿¡Cómo no se va a llamar Natalia!? ¿¡Podés creer!? Una desubicada, la mina. Si así empieza… ¿¡Te imaginás con que otra sorpresa me puede llegar a  caer después!? Al final son todas iguales, viejo.