miércoles, 2 de abril de 2014

La despedida del Mago Galarza



            Aún recuerdo como si fuera ayer la primera vez que vi a Juan Ramón Galarza tocar una pelota. Tenía diecisiete años y comenzaba a despedirse de la quinta división del glorioso verdinegro. Yo fui a ver el partido de la quinta, justamente, porque me dijeron que había un chico que jugaba de enganche que prometía. Incluso, decían, podía llegar al fútbol grande. Era una mañana de sábado fresca, nublada, de esas ideales para jugar al fútbol. Las inferiores se enfrentaban a Boca, nada menos, y venían perdiendo parejo, por no menos de dos o tres goles cada división, pero se esperaba otra cosa de la quinta, que le hacía partido a cualquiera.
            Sin embargo, si recuerdo tan bien ese día no fue solamente porque vi jugar a Galarza por primera vez, sino también porque en el mismo equipo jugaba Remigio Vallejos, un número dos que, en silencio, sin estridencias, terminaría siendo tan importante para Nueva Chicago como Galarza, aunque ambos por caminos absolutamente distintos. A su manera, como digo, cada uno fue muy importante en el club, y representaron dos formas de ver el fútbol y, porque no, la vida en general.
            Galarza, se notaba, era un distinto, de los que parece que siempre van al trotecito y sin embargo llegan antes que el defensor. Debo decir, de todas formas, que pese a su evidente habilidad y buena técnica, como enganche no tenía futuro: le faltaba la solidaridad, el desprendimiento del enganche puro, ese al que no le importa que las fotos se las saquen al nueve, ese que piensa primero a quien dársela y no en su propio lucimiento. Por el contrario, Galarza era sumamente egoísta y un amante de la gambeta improductiva. Los años me dieron la razón: la mejor parte de su carrera jugó como media punta, y en ese puesto despuntó sin arrepentimientos el vicio de jugar para la tribuna.
            Vallejos, por su parte, era un hombre entregado al sacrificio y el esfuerzo. Un defensor feo, sucio y malo. A veces pienso que no le interesaba la pelota, que la consideraba un accesorio innecesario para su misión deportiva, una molestia de la que se desprendía con largos pelotazos de destino incierto. Incluso creo que sus escasas incursiones ofensivas –generalmente, cuando pisaba el área rival a la espera de un tiro de esquina- tenían objetivos meramente turísticos. Pero, que quede claro, Vallejos no era un jugador malicioso o traicionero: sus extraordinarios actos de violencia se producían siempre en la disputa del balón.  No había, en Vallejos, ningún vestigio del normal instinto de preservación de todo ser humano, y en cada intervención arriesgaba tanto su vida como la del rival.
            Aquel partido pareció una síntesis de lo que serían las carreras de ambos jugadores, y un prólogo temprano al incidente que los enfrentaría en el ocaso de sus trayectorias. La quinta de Nueva Chicago, de la que tanto se esperaba aquel día, perdió tres a uno, como solidarizándose con las demás divisiones. Galarza, que hasta el tercer gol de Boca había pasado bastante desapercibido, descontó con un gol exquisito, picando la pelota ante la salida del arquero, luego de haber superado con un autopase a los dos centrales rivales. Vallejos, que había ganado la mayoría de sus duelos con el nueve rival, terminó expulsado tras cometerle la falta que derivaría en el segundo gol xeneize, de penal.
            Quiero detenerme en la descripción de la jugada de este gol, porque considero que en ella se hallan gran parte de las razones para el desempeño que estos jugadores tuvieron en sus notables trayectorias profesionales. Pocas veces una jugada expresó tan claramente el carácter de sus protagonistas. Transcurrían, aproximadamente, los quince minutos del segundo tiempo, con todo el equipo lanzado en ataque buscando el empate. Galarza, en la mitad de la cancha, apretado por el cinco xeneize, le hace un caño pisado magnifico pero la pelota se le va un poco larga, y en lugar de ir a disputar el balón con el ocho rival, que había venido a ayudar a su compañero, finge un trote de compromiso en busca de la pelota absolutamente estéril. Luego de una pared rápida entre el ocho y el diez, todo Nueva Chicago queda mal parado y el ocho, acompañado por el nueve unos metros más atrás, atacan el arco con el único obstáculo –sin contar al arquero- de Remigio Vallejos.
Aquí nuestro último hombre realiza una jugada descomunal, digna de un hombre entregado por completo a una causa, de un talibán del fútbol. En primer lugar acude a la caza del número ocho, quien osadamente tira la pelota por un lado y va a buscarla por el otro. Vallejos, aun habiendo sido burlado, continúa al acecho del atacante. Recuerdo que a mi mente venían imágenes de un león persiguiendo a una gacela por la sabana africana. Cuando el volante xeneize vuelve a tomar contacto con la pelota, Vallejos, en una acción memorable, se lanza con los dos pies hacia adelante, llegando a trabar la pelota pero también impactando a su rival. El esférico continuó su marcha hacia adelante y fue recogido por el nueve de Boca, que encaró al arquero con tranquilidad, y ante la salida del mismo tiró una gambeta larga que tenía enormes probabilidades de éxito.
En este punto es cuando la jugada se transformó, definitivamente, en inolvidable. A la manera de los monstruos de películas de terror baratas, la reaparición en escena de Vallejos fue absolutamente ilógica teniendo en cuenta su lentitud habitual, su paso, casi diría, robótico. En el momento en el que el nueve boquense iba a patear al arco confluyeron, en ese punto de la cancha, además, el arquero y Vallejos, que venía lanzado como un tren sin frenos, y acudió con las plantas de sus pies a evitar que el delantero consiguiera su gol. Hubo, durante algunos segundos, una polvareda que hizo imposible ver exactamente qué había pasado, aunque los ruidos y los alaridos de terror dejaron en claro que había sido algo terrible. Por fin, cuando la nube de polvo se disipó, emergió Vallejos con el pecho inflado y la frente alta, llevando la pelota al pie con una prestancia digna de Beckenbauer, al menos hasta el momento en el que lanzó el obligado pelotazo. Atrás quedaban, maltrechos, nuestro arquero y el delantero rival, quienes tuvieron que ser reemplazados por diversas lesiones.
Cuando el árbitro le mostró la tarjeta roja, Vallejos aceptó su destino sin protestas y se marchó de la cancha con la frente en alto.



Pasaron unos años sin que viera a ninguno de los dos en acción, porque debido a cuestiones laborales dejé de ir a ver las inferiores del club. No me sorprendí, de todos modos, cuando avisté a Galarza en el banco de suplentes en un partido ante Huracán, y cuando poco tiempo después comenzó a figurar habitualmente en el equipo titular. A Vallejos le tomó un poco más de tiempo, pero todavía de joven llegó a ser el dos titular de Nueva Chicago.
Coincidieron en la formación titular poco más de un año, justamente en una de las mejores temporadas del equipo, la del campeonato de la B del 81, que nos depositó en la primera división como tantas veces. Galarza armó las valijas inmediatamente, tentado por una oferta  de un club francés imposible de rechazar para un hombre acostumbrado a las privaciones del ascenso argentino. Vallejos, en cambio, no recibió ofertas y se quedó a vivir la extraña mezcla de sensaciones, un poco de euforia y otro poco de calvario, que fue aquel paso del equipo por la primera división.
Poco se supo del Mago Galarza por los siguientes años; era una época previa a la aparición de internet, y en general no se prestaba tanta atención al fútbol internacional. Sí supimos que durante varias temporadas fue la estrella de un equipo francés, el Saint Ettiene, que no tenía demasiadas pretensiones. Y a pesar de que eran años pródigos para Argentina en volantes ofensivos como Maradona, Bochini o Alonso, Galarza llegó a vestir la camiseta de la selección en un par de amistosos sin importancia posteriores al mundial del 86.
Vallejos, por su parte, en silencio y sin estridencias, fue poco a poco convirtiéndose en uno de los emblemas de Nueva Chicago, un jugador muy querido por la hinchada por su enjundia y su pasión a la hora de disputar la pelota. Siempre pensé que, de haber sido menos ofensivo a la vista (no era un muchacho agraciado, y su cabello, un matorral salvaje, no ayudaba en ese sentido) y de haber tenido un poco más de prestancia con la pelota, podría haber llegado a un club grande de nuestro país.
A principios de los noventa Galarza ya no era el jugador determinante de antaño, aunque gran parte de su categoría continuaba intacta. Había retrocedido un escalón, en términos futbolísticos, y había pasado a la liga griega, siendo titular indiscutible en el Panathinaikos. Esto le posibilitaba disputar anualmente la copa de campeones europea, aunque más no fuera en carácter de mero actor de reparto de los verdaderos grandes de Europa, yéndose con la frente en alto si eran eliminados durante la primera ronda sin mayores goleadas en contra.
Vallejos, por su parte, llevaba algo más de cuatrocientos partidos con la camiseta de Nueva Chicago, sufriendo los constantes vaivenes de una institución que nunca terminaba de decidirse entre alcanzar la grandeza de una escuadra nacional o abrazar sin ambages la naturaleza humilde un club de barrio. Fue Vallejos, con toda seguridad, uno de los futbolistas que más veces vistió la camiseta del verdinegro, aunque el hecho no está del todo claro porque los estadígrafos del fútbol argentino no posan su vista con tanta atención sobre al ascenso. Sin embargo, la cuestión de la cantidad de partidos es meramente anecdótica, siendo lo más importante la emoción sincera con la que la afición aplaudía las intervenciones asesinas de Vallejos en la zaga central. Sus memorables planchas y patadas, todas ellas producto del entusiasmo y la torpeza antes que de la mala intención, eran festejadas como un gol por una hinchada que, justo es decirlo, ante la falta de acostumbramiento a la belleza había decidido celebrar lo que tuviera a mano porque, convengamos, algo había que celebrar. Convirtió algunos goles, producto de incursiones ofensivas desesperadas, para rescatar un empate o a veces, ni siquiera eso. Me emocionó profundamente verlo gritar aquellas conquistas con alma y vida, a diferencia de esos jugadores completamente desapasionados que ensayaban bailes o coreografías indignas.


En el 94, a poco de empezar la pretemporada, la noticia conmovió a la afición de Nueva Chicago: Galarza, el hijo pródigo, volvía para utilizar los colores del club que lo vio nacer. Algunos entusiastas se encaramaron a esperanzas exageradas de ascenso, apoyados en el regreso del antiguo crack. Yo no sentí tal euforia: el año anterior Galarza había jugado poco y nada, producto de una rotura de ligamentos cruzados de la rodilla, y eso en un jugador de su edad pesaba muchísimo. Aquella temporada, lamentablemente, terminó otorgando razón a mis sospechas, porque Galarza jugó muy poco y, a pesar de que aún dejaba jugadas con su sello de distinción, su compromiso con el equipo era aún menor producto de su físico endeble, y su velocidad endiablada de años anteriores había disminuido considerablemente. Sin embargo, vale reconocerlo, nuestra parcialidad, tan poco acostumbrada a esos destellos de elegancia y buen gusto, tuvo al menos el placer de disfrutar esos breves momentos de alegría.
No fue el mejor año para el verdinegro, pero tampoco el peor. Navegamos sin estridencias la mitad de la tabla de la B, sin riesgos de descenso pero lejos, también, de la posibilidad del ascenso. Vallejos tuvo asistencia casi perfecta, faltando nada más que a tres partidos por sanciones completamente justas, producto de expulsiones luego de jugadas con su sello característico de violencia aplicada al fútbol. Cerca del final de la temporada Galarza anunció su retiro, hecho que no sorprendió a nadie porque era evidente que su físico maltrecho le impediría continuar mucho tiempo más. El anuncio obtuvo repercusión en algunos medios nacionales. Una enorme bandera con la leyenda “Gracias por todo, Mago”, se desplegó el día de su despedida. Con el tiempo, confirmé mis sospechas de que había sido pagada en su práctica totalidad por el mismo Galarza.



La elección de ídolos futbolísticos, habitualmente atribuida a factores objetivos como permanencia en el equipo o la consecución de logros deportivos con el mismo, a veces se desvía de esos caminos y se produce por mecánicas más confusas, y se termina erigiendo un pedestal para jugadores con pergaminos dudosos, en detrimento de otros que tal vez hicieron mayores méritos. El caso de Galarza y Vallejos fue, en ese sentido, paradigmático, porque mientras el Mago fue ungido como una deidad en nuestro humilde olimpo verdinegro, Remigio, aunque apreciado por todos los simpatizantes, jamás llegó a gozar de ese amor apasionado. No importó que dedicara su vida entera a la defensa de nuestros colores (tal vez por falta de opciones, justo es decirlo) ni que compensara en la cancha con fervor y entusiasmo su poca pericia con el balón. Jamás alcanzó la altura de Galarza en la consideración de la hinchada. No digo, ojo, que la mereciera, pero tal vez debimos ser más agradecidos con él. Tal vez así habríamos evitado el desafortunado desenlace de la despedida del Mago Galarza.



En el 95, ante una nueva temporada ayuna de emociones fuertes, la dirigencia, para dar un golpe de efecto y reunir a la familia verdinegra en el República de Mataderos, decidió organizar una despedida para Galarza, enfrentando a un combinado de viejas glorias del equipo y amigos del Mago al plantel actual. Amigos del Mago tuvo en sus filas, entre otros, al flaco Lamadrid y Quique Hrabina. Hasta último momento se especuló con la participación de Diego Maradona, aunque sospecho que tal rumor no fue más que una burda estrategia publicitaria, aprovechando la circunstancia de que Galarza y el Diez compartieron plantel en la selección argentina en algunas oportunidades.
El partido tuvo todos los ingredientes de este tipo de cotejos celebratorios. Una marca relajada y un ritmo liviano posibilitó que los jugadores se lucieran en acciones de juego sumamente improbables en un partido por los puntos. Galarza tiró un par de caños y marcó un gol de emboquillada que hicieron las delicias de la afición. Incluso Hrabina, tan poco afecto a las sutilezas, salió jugando con un enganche impropio de él ante la presión fingida del delantero rival. Pero lo que se desarrollaba como una fiesta terminaría, en definitiva, como una mancha en el historial de nuestra institución, a partir de una jugada que tuvo como protagonistas a Galarza y Vallejos.
Corrían los ochenta y cinco minutos de juego y el cotejo estaba igualado en cuatro tantos. Lamadrid rechazó un córner sobre el área de Amigos del Mago y fue justamente el homenajeado quien tomó la pelota, encarando a Vallejos uno contra uno. Remigio, consciente de la diferencia de velocidad entre ambos, fue al piso con enjundia y determinación pero no encontró más que aire, porque Galarza, con un movimiento grácil, alargó la pelota y evitó su zancadilla con un salto llenó de elegancia. La multitud aplaudió la jugada, convencidos de que no era más que una representación teatral para ensalzar las virtudes del Mago, y que la acción de Vallejos no había sido realizada con verdadero ánimo defensivo. Pero yo no compartí el entusiasmo de los demás, sabedor del inquebrantable deseo de Vallejos por evitar la caída de su propio arco, cualquiera fueran las circunstancias.
Por eso, cuando lo vi levantarse luego de ser desairado por primera vez, no me sorprendió ver en sus ojos el brillo asesino con el que emprendió la persecución de Galarza, el mismo brillo asesino que su mirada tenía en cualquier tarde en la que el verdinegro jugaba por los puntos. Galarza, para colmo, iba al trotecito, convencido de que todos los actores de esa tarde se hallaban predispuestos para su lucimiento personal. Y así era, con la excepción de Vallejos, quien no conocía el concepto de amistoso. Por eso, cuando el Mago tiró la gambeta larga ante la salida de nuestro arquero y se aprestó a patear ya con el arco vacío, mi sangre se congeló al mirar a Vallejos en el acto de tirar una gloriosa patada voladora que dio en la rodilla del Mago, y el silencio en el estadio posibilitó que todos escucháramos, con prístina claridad, el terrible crack que produjeron las articulaciones de Galarza ante el embate de la furia asesina de la humanidad de Vallejos.
Los sucesos que tuvieron lugar luego de esta jugada no merecen mayor comentario, dado que fueron ampliamente reflejados en la prensa deportiva y policial del país, en lo que se conoció como “La batalla de Mataderos”. Los Amigos del Mago y Nueva Chicago se enfrentaron en una gresca sin precedentes, que culminó con siete heridos y la práctica totalidad de los involucrados que no fueron internados en el hospital, arrestados en la comisaría quinta de Mataderos. Todavía hoy, esporádicamente, llegan a la sede del club citaciones judiciales vinculadas con aquel lamentable episodio.



Vallejos continuó defendiendo la gloriosa casaca del verdinegro, entregando un coraje sin igual en cada una de sus intervenciones, hasta el año 97, en el cual se retiró luego de una seguidilla de expulsiones que hicieron evidente que ya no podía seguir compitiendo a nivel profesional. Puso una pizzería cerca del estadio, y a veces despunta el vicio con el equipo de veteranos.
Galarza dirige a la sexta y a la quinta de Nueva Chicago. Hace un buen trabajo con los chicos. Dice que no le guarda rencor a Vallejos, aunque a veces se acuerda de él. Sobre todo, dice, cuando está por cambiar el tiempo.

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