El
profesor Abraham Van Helsing miró a través de sus prismáticos, y sólo encontró
oscuridad. Luego, observó el paisaje sin el largavista de por medio, y advirtió
que pese a que el sol se estaba ocultando, todavía podía verse fácilmente a
cientos de hombres y mujeres utilizando coloridos vestidos y máscaras
venecianas. El temor y la duda, entonces, se apoderaron de él: ¿era acaso la
naturaleza de su enemigo tan oscura, tan ominosa, que ocultaba la luz a los
cristales? ¿Sería esta la causa, entonces, de que los espejos no lograran
reflejarlo? Golpeó un par de veces el artefacto y trató de regular los lentes,
pero aún seguía viendo la nada misma. No tuvo dudas entonces, de que estaban
por enfrentarse al corazón mismo de la oscuridad.
Segundos
después, su ayudante Igor le arrebató el aparato, procedió a quitar la tapa de
los lentes y se los devolvió. La imagen mejoró considerablemente.
Llevaban
casi dos meses estudiando los movimientos de Vlad Tepes, el Conde de Valaquia, por
orden directa de la curia romana, intentando asegurarse de que sus sospechas
fueran ciertas. Pronto entrarían al invierno de 1832, y su misión no aceptaba
más dilaciones. De acuerdo a las pruebas reunidas hasta ese momento, todo
indicaba que el noble era en efecto una de las criaturas más maléficas y
despiadadas que habían caminado sobre la faz de la tierra: un vampiro. El Conde
sólo salía de noche, y habitualmente llegaban a su castillo doncellas y jóvenes
que no volvían a ser vistos; algunas personas habían asegurado, además, que
habían visto un murciélago de proporciones descomunales sobrevolar la zona
cercana al castillo. Y un dato no menor: circulaban rumores acerca de que el
noble poseía apetitos sexuales desordenados, inequívoco rasgo de aquellos seres
dejados de la gracia de Dios.
Sin embargo,
tenían que ser cuidadosos. No debía quedar margen alguno para la duda. La
última equivocación, ocurrida en Estambul, les había acarreado una condena de
quince años de prisión por el homicidio de un coronel otomano, período que
cumplieron en una cárcel turca, pagando el precio de su falta de atención a los
detalles. A raíz de esta terrible experiencia, Igor sufría espantosas
pesadillas, de las que despertaba reclamando el auxilio de los guardias. Pero
más allá del sacrificio personal, lo que molestaba al profesor era que durante
esos quince años la proliferación de los hijos de la noche se había
descontrolado, al punto de que dudaba si podrían alguna vez acabar con todos.
Van Helsing estimaba que al ritmo que se reproducían, y teniendo en cuenta sus
tendencias inmortales, no pasarían más de diez años antes de que estos seres se
extendieran por toda Europa.
En ese caso, la
extinción de estas criaturas necesitaría de medidas drásticas, como la que requirió
la eliminación sistemática de los licántropos, para lo cual se decidió ejecutar
a toda persona con una cantidad de vello corporal inusual. Así pereció el pobre
Herzog, primer ayudante del profesor, víctima de su renuencia a afeitarse la
barba. La medida sin dudas había tenido efectos secundarios indeseados, pero en
definitiva no habían vuelto a avistarse hombres lobo. Era un secreto a voces
que en la Santa Sede ya se estaban preparando manuales que sugerían, ante la
duda, la ejecución de albinos, hemofílicos
y tuberculosos para evitar la proliferación de vampiros. Igor, cuyos
pronunciados rasgos nórdicos lo hacían por demás sensible a la luz solar, ya
había empezado a limarse los caninos de manera preventiva.
Van Helsing, si
bien consideraba lamentable la pérdida de vidas inocentes que conllevaban estas
estrategias extremas, recordaba a quienes objetaban su justicia o eficacia, que
no solo se había evitado de tal manera la reproducción de los temibles hombres
lobo, sino que de tal manera también se había dado fin al flagelo de la
brujería. Era verdad que algunos cientos o miles de mujeres habían pagado con
su vida su amor por los gatos o la falta de contracción al sagrado matrimonio,
pero el profesor no tenía dudas de que eran un precio razonable a cambio de la
eliminación de tan abominable práctica. Tal como decía su mentor, el Cardenal
Righieri, más valían “cien inocentes en
la hoguera antes que una bruja en libertad”.
Fue Righieri,
justamente, quien lo había convocado hacía dos meses a sus oficinas en la Santa Sede, para
encomendarle la misión de investigar al Conde de Valaquia y, si el resultado de
las pesquisas lo ameritaba, poner fin a su malévola existencia. Luego de
adoctrinar en misa a sus fieles durante una hora acerca de las bondades de la
compasión y el perdón, el Cardenal les había ordenado regresar enarbolando la
cabeza de Tepes en caso de que este fuera un hijo de la noche. Incluso, después
les había sugerido que en caso de dudas, procedieran igualmente a la
decapitación, para no correr riesgos. Por último, finalizando la reunión, la
orden textual fue “directamente mátenlo, después vemos”.
-Pero Cardenal,
quisiéramos evitar otro episodio como el de Turquía - objetó respetuosamente
Van Helsing. A su lado, Igor se estremeció a causa de un escalofrío - No es nuestra intención desobedecerle, pero
preferiríamos evitar una nueva condena por homicidio
-Ningún temor,
por grave que sea, evitará que realice el trabajo del Señor –contestó
severamente Righieri- Estoy dispuesto a realizar los sacrificios necesarios. Ya
hice arreglos para que los reciban en el Monasterio de Valaquia. Si desean
investigar al Conde, mantengan el perfil bajo y eviten el contacto directo hasta
tomar una decisión.
-¿Se puede
confiar en los monjes del Monasterio? Podrían descubrir nuestras intenciones…
-No hay peligro,
cada uno de ellos ha realizado un estricto voto de silencio y, además, se
encuentran plenamente comprometidos con nuestra causa. Lo único que debo
pedirles es que respeten sus costumbres, tienen una rutina perfectamente
establecida y perturbarla podría ser intolerable para ellos.
Van Helsing aceptó
estas indicaciones sin protesta alguna. Las órdenes de Righieri equivalían para
él a una ley divina. Confiaba por completo en ese hombre, que le había ayudado
en sus momentos más difíciles, socorriéndolo cuando fuera expulsado de la
Universidad de Frankfurt, al igual que había acogido piadosamente a Igor, luego
de que sus padres fueran ejecutados bajo acusaciones de brujería, licantropía y
concubinato.
Una semana
después de esta conversación, bajo una fría y gris llovizna, Van Helsing e Igor
se instalaron en el monasterio. Su estadía no fue sencilla. En efecto, el
silencio reinante era absoluto, lo cual perturbaba al Profesor, quien se
molestaba habitualmente ante la falta de respuestas a consultas como donde se
encontraba el baño, o si alguien podía alcanzarle la sal. En ocasiones, cansado
de la impasibilidad de los religiosos, les dirigía insultos o les arrojaba
objetos contundentes, sin obtener reacción por su parte, lo que solo lo
frustraba aun más.
Tampoco ayudaba
la pertinaz costumbre del Abad de despertarlos a las cinco de la mañana,
conminándolos a unirse a las oraciones previas al desayuno. No era un horario
apropiado para despertarse luego de pasar las noches en vela, investigando un
posible caso de vampirismo, y eso pronto les trajo consecuencias. La quinta
mañana de oraciones, por ejemplo, Van Helsing se limitó a manifestarse “en
contra del diablo y todos los putos esos”, y acto seguido cayó dormido en el
hombro de Igor. Y en la séptima noche de vigilancia, mientras observaba el
castillo del Conde trepado a un árbol cercano, Igor se durmió y se precipitó
hacia el suelo violentamente, sufriendo múltiples traumatismos craneales, cuyas
secuelas neurológicas dificultaron la investigación. Ataques de amnesia
transitorios y arrebatos de furia sin sentido, hicieron que el habitualmente
confiable ayudante del profesor se convirtiera en un elemento impredecible, que
ponía en riesgo el éxito de la misión.
A pesar de todos
estos contratiempos, Van Helsing, al cabo de unas semanas, había llegado a la
conclusión de que Vlad Tepes era efectivamente un vampiro. Había, por supuesto,
un margen de duda normal, porque en definitiva la investigación se encontraba
limitada por la distancia que debían mantener para no alertar al sospechoso.
Pero el grado de certeza era más que suficiente para considerar justificada la
incrustación de una estaca en el pecho del noble. “El método científico
deductivo, aún siendo el mejor del que disponemos, no está exento de un margen
de error considerable”, solía decir el Profesor a sus alumnos en la universidad
de Frankfurt, antes de que lo despidieran bajo acusaciones de usurpación de
título.
Habitualmente,
Van Helsing, rigurosamente profesional a la hora de aniquilar vampiros, habría
planificado la ejecución de forma que se cubrieran todos los riesgos posibles.
Pero le resultaba difícil organizar el ataque, dado que constantemente debía
impedir que Igor moliera a golpes a un monje, creyendo que no le dirigían la
palabra a modo de desprecio, o se marchara del monasterio aduciendo que no
sabía dónde se encontraba. Además, la constante presión de la Santa Sede le
obligaba a tomar decisiones rápidas, y por ello no podía demorar más el ataque.
La ocasión se
presentó como caída del cielo a poco menos de dos meses de iniciada la
investigación. Vlad celebraría su cumpleaños mediante una fiesta de máscaras
venecianas, lo que aseguraba a los cazadores de vampiros una oportunidad
propicia para ingresar anónimamente al castillo. Una vez dentro, solo debían
esconderse y esperar que los invitados se retiraran para luego cumplir su
misión.
Había llegado la
hora del vampiro.
Van Helsing
volvió a colocar las tapas de las lentes de los prismáticos, guardó el
artefacto y le indicó a Igor que debían ponerse en marcha. Se colocaron sus
máscaras y se unieron a la multitud que se encaminaba hacia el castillo. Al
llegar al ingreso extendieron la invitación que habían falsificado, y consiguieron
pasar sin ningún problema, aunque
vivieron momentos de tensión cuando Igor golpeó violentamente a una anciana,
que había intentado adelantarse en la fila. Si bien la actitud de la mujer
había sido reprochable, la mayoría de los concurrentes consideró excesivo que
el ayudante de Van Helsing la arrojara al foso que rodeaba el castillo,
mientras le gritaba “te voy a enseñar a colarte, vieja hija de puta”.
Una vez dentro
del castillo parecía que las cosas, por fin, comenzaban a funcionar para el dúo,
pero nuevamente una decisión desafortunada complicaría la misión. Aún
anoticiados de las extraordinarias características de las fiestas que celebraba
Tepes, decidieron esconderse dentro de armaduras de decoración que custodiaban
un pasillo hasta que la fiesta terminara. Eso fue durante la madrugada del
sábado. El lunes siguiente, cerca del mediodía, Van Helsing se dejó caer
exhausto al escuchar partir al último invitado. El dolor que sentía en cada uno
de sus músculos era tan grande, tan intolerable, que se habría suicidado si
Igor no se hubiera marchado corriendo con las armas un día antes, cuando en un
ataque de amnesia momentáneo olvidó su misión y la importancia de pasar
desapercibido. El Profesor lo dejó marcharse, temiendo arruinar la estrategia
si él también se movía, pero lo cierto era que, en el fragor de la fiesta, dos
caballeros en armadura corriendo por el castillo no habrían resultado nada escandaloso.
En los primeros
minutos del martes, Van Helsing sonrió al descubrir que había recuperado la
sensibilidad en sus piernas, y sólo le tomó cuatro horas más lograr ponerse de
pie nuevamente. A pesar de la ausencia de Igor y de carecer de un arma
apropiada, volvía a sentirse optimista con respecto al resultado de la misión.
Buscó un escondite más cómodo y esperó allí hasta el amanecer, sabiendo que la
eliminación de un vampiro, tarea usualmente complicada, se hacía casi imposible
en horarios nocturnos.
Con los primeros
rayos de sol abandonó su escondite y se procuró una precaria estaca, rompiendo
para ello la pata de una pequeña mesa. Utilizó dos patas para improvisar una
cruz, y la restante para tallar el cuerpo de Jesús y adosarlo a ella, para no
dejar detalle alguno al azar. Esto retrasó la ejecución hasta el miércoles,
lógicamente. Dedicó la mayor parte del siguiente día a inspeccionar
sigilosamente el castillo, debido a sus enormes proporciones. Para la mañana del
jueves, por lo tanto, llevaba casi una semana viviendo clandestinamente en el
hogar del Conde, se había quedado sin ayudante, y ni siquiera se había acercado
a su víctima.
Pero el tiempo
de análisis se había terminado: era hora de pasar a la acción. Se acercó sigilosamente
al dormitorio del noble, blandiendo la estaca en una mano y la cruz en la otra.
A pesar de que de acuerdo a lo observado durante sus días de vigilancia el
único habitante del castillo era su objetivo, ya que los criados y la
servidumbre dormían en los establos, se cuidó de no hacer ruido, sabiendo que
el factor sorpresa era su única ventaja.
Abrió las
puertas de la alcoba con sumo cuidado, preparado para encontrar la lúgubre
guarida de un vampiro. Sus ojos buscaron, en la penumbra, los contornos de un
ataúd, pero estaba demasiado oscuro. Tropezó con un objeto que se le antojó una
cama, y cayó de bruces sobre una alfombra, golpeándose además con la cruz. La
figura de Jesús se desprendió y la perdió en la oscuridad. A pesar del ruido
que había hecho, el Conde no se había despertado, y ahora, a través de la tenue
luz que ingresaba por una ventana cercana, podía adivinar la silueta de su
víctima sobre la cama, en el medio de la habitación. Se detuvo unos instantes,
confundido ante la falta de un ataúd, más luego recordó que aquello no era más
que un elemento para garantizar la protección de la luz solar. Ya se había
enfrentado a vampiros sin apego por las tradiciones anteriormente.
Caminó entonces lentamente
hacia la ventana de donde provenía el haz de luz, habiendo adivinado los
pliegues de una cortina. Los días escondido en lugares estrechos, alimentándose de sobras y bebiendo en
ocasiones su propio sudor para evitar la deshidratación, hacían que el sólo
hecho de mantenerse en pie le requiriera un esfuerzo titánico. Por fin, luego
de unos breves pasos que se le antojaron eternos, tomó la cortina y la arrancó
violentamente. La alcoba se iluminó por completo.
-¡Muere,
engendro del mal!
Prisión Central de Valaquia, 29 de
Octubre de 1843
Estimado Cardenal Righieri:
Antes
que nada, aprovecho la ocasión para pedirle disculpas por no haberlo contactado
durante los últimos once años. El régimen carcelario local, si bien no tan
estricto como el de Turquía, prohíbe terminantemente la correspondencia en el
caso de los condenados a homicidio. Sin embargo, han tenido la delicadeza de
hacer una excepción, a modo de concesión por cumplirse mi décimo aniversario en
cautiverio.
Imagino que, habiendo pasado tanto tiempo, estará al
tanto del desenlace del caso del Conde de Valaquia. Déjeme decirle que ese vil
esbirro del mal recurrió a toda clase de engaños y falsedades para convencerme
de su naturaleza humana. Dijo que los vampiros no existían, que no eran más que
una invención conveniente para eliminar elementos indeseables. Incluso, llegó a
afirmar que usted deseaba su muerte únicamente para impedir que se supiera que
él era su hijo. Una acusación absurda, teniendo en cuenta su férreo voto de
castidad.
Y le
confieso, su eminencia, no sin vergüenza, que sus palabras hicieron mella en mi
ánimo, y por algunos segundos me encontré creyendo las mentiras de ese ser
despreciable. Usted sabe que no soy hombre de poner excusas, pero tal vez los
seis días que llevaba sin dormir ni comer adecuadamente nublaron mi juicio
durante esos instantes. A punto estuve de rendirme ante sus estratagemas
perversas, sobre todo cuando vi que la luz del sol, aunque lo perturbó, no
produjo su desintegración (mucho me temo que están venciendo el obstáculo que
los confinaba a las tinieblas, y que pronto caminarán bajo el sol). Además,
vale aclarar, el Conde tenía cierto parecido a su eminencia.
Por suerte, en ese momento, Igor, quien se había
marchado del castillo unos días antes -por motivos cuya explicación resulta
innecesaria- reapareció en mi ayuda. Habiendo recordado oportunamente nuestros
objetivos, mi fiel ayudante se hizo presente y, sin mediar palabra, atravesó el
pecho del Conde con una estaca de madera. El noble murió a causa de esta
acción, demostrando de manera irrefutable su naturaleza vampírica.
Desafortunadamente, nos resultó imposible regresar a
Roma con la cabeza del Conde, tal como
habíamos acordado. La intervención de Igor, si bien oportuna, alertó a
los guardias del castillo. Sucede que correr portando una armadura de cuerpo
entero es una actividad casi imposible de realizar en silencio. Desconozco los
motivos por los cuales Igor continuaba usando este atuendo, aunque en las
últimas semanas ya había demostrado un comportamiento errático.
Mi leal ayudante fue ejecutado casi un año después
de nuestra detención, y debo decir que su entereza ante el verdugo evidenció su
naturaleza valiente y decidida. Justo es decir, sin embargo, que resultaba
difícil adivinar su semblante, teniendo en cuenta que aún utilizaba la armadura.
La verdad es que nunca volvió a ser el mismo luego de caer de aquel árbol.
Sepa, Sr. Cardenal, que lamento profundamente verme
impedido de ayudarle a evitar la proliferación de no muertos, al menos durante
las próximas décadas. Si bien mi condición de académico me permitió eludir la pena
capital, en su lugar fui condenado a cincuenta y cinco años de prisión. Sin
embargo, no todas son malas noticias: tengo la posibilidad de ser liberado con
tres meses de antelación por buena conducta. Estimo, por lo tanto, que mi
centésimo tercer cumpleaños me encontrará libre y listo para volver a la caza
del vampiro.
Mis mejores deseos. Larga vida a su eminencia y al
Reino del Señor.
Su
leal sirviente
Prof.
Abraham Van Helsing