Ernesto Blaquier
Lynch se detuvo sin aliento frente al depósito de la calle Belgrano, cuyo
portón oxidado y chirriante, absolutamente desvencijado y vencido por el
inexorable paso del tiempo, no hacía prever que dentro de él estuviera el
tesoro prometido. A pesar de la ansiedad que le invadía el cuerpo, del deseo
desbordado por entrar a ese lugar, encendió un cigarrillo y contempló extasiado
el depósito durante unos minutos, tratando de acostumbrarse a la idea de que
existía, de que no era otro callejón sin salida, otra esperanza marchita. Se
acercó y pasó su mano izquierda por el portón, y sintió como a su tacto todo su
cuerpo se aflojó, sus músculos se desanudaron y sus hombros cayeron exhaustos.
Había llevado ese peso enorme encima suyo por demasiado tiempo.
Había dedicado su
vida al estudio de la obra de Facundo Martínez Losada. Desde su tesis doctoral,
análisis de su novela “De espaldas al mar”, hasta la transcripción de sus
discursos en Cambridge, a finales de la década del sesenta, en los cuales el
autor había definido el alcance y las aristas de su obra con una maestría
inigualable. Había construido su prestigio como académico sobre la obra de
Martínez Losada, su vida entera giraba en torno a otra persona, su propia
identidad se definía por la de alguien más.
Y entonces, cinco
años antes de aquella noche gélida y desangelada, todo se había derrumbado. El
hallazgo de manuscritos de “Y el oro
perdió su brillo”, una de las novelas más aclamadas de Martínez Losada, así
como de los discursos del mismo y de sus ensayos sobre literatura inglesa del
siglo XVIII en poder del nieto del chofer del escritor, abonó la teoría de que en verdad Martínez Losada no
había creado nada, sino que había presentado obras escritas por su chofer -un
paraguayo iletrado de nombre Ramón Cisternas- como de su autoría, aprovechando
el encarcelamiento de este hombre por una trifulca callejera.
A partir de ese día,
la sombra de la duda descendió sobre la memoria de Martínez Losada, y en
consecuencia sobre Blaquier Lynch, quien fue acusado de defender la obra de un
vil estafador sin talento. Estudios posteriores confirmaron, además, que los
manuscritos hallados eran más antiguos que cualquiera de los que había
mecanografiado Martínez Losada utilizando su clásica máquina de escribir
Remington, la misma que reposaba en la sala de la casa de Blaquier Lynch como
su posesión más preciada.
Blaquier Lynch, a
contramano del ambiente académico, que celebraba la aparición de un talento
innato como el de Cisternas, de un prodigio autodidacta de la literatura, se
resistía a creer que un hombre que no había tenido una educación formal hasta
su adolescencia, y que había pasado la mayor parte de su niñez cosechando caña
de azúcar en Paraguay, podía haber creado las excelsas obras que habían ocupado
gran parte de su vida. Aquel vocabulario florido y, a la vez, quirúrgicamente
preciso, aquellos recursos lingüísticos de vanguardia sin resignar la elegancia
clásica, y por sobre todo, aquel conocimiento vasto de la historia universal,
no podían ser obra de un hombre que no había aprendido a leer hasta sus quince
años ¿Acaso no era obvio que Martínez Losada era el único que cumplía con los
requisitos para firmar esas maravillosas obras? ¿Cómo podían sus colegas
pretender que un proletario ignorante como Cisternas poseyera un acabado
conocimiento de la obra de Byron, Joyce o Wilde, por nombrar solo algunos? Martínez Losada había crecido entre
bibliotecas, en el seno de una familia de alta alcurnia porteña en la cual sus
preocupaciones, mientras crecía, no pasaban por procurar su sustento o ayudar a
sus padres en el arduo trabajo zafrero. Por el contrario, tenía tiempo para
leer, y una preparación adecuada para hacerlo. Esa era la vida de un
intelectual, la génesis necesaria para que un hombre pudiera alumbrar obras
literarias de valor inconmensurable. Ni siquiera las mujeres ni otros placeres
terrenales turbaban la preparación académica de Martínez Losada, quien prefería
pasar su tiempo libre –abundante, por cierto- recorriendo los interminables
pasillos de la biblioteca nacional antes que regodearse en vicios mundanos,
como seguramente haría Cisternas en los pocos ratos libres que tendría entre la
limpieza de carburadores o el mantenimiento del motor.
Algunos de sus
colegas le recordaban el caso de Ernest Hemingway, como un caso paradigmático
de un hombre entregado en cuerpo y alma a actividades inusuales para un
escritor, que sin embargo había producido obras inmortales. Otros mencionaban
el caso de Miguel de Cervantes, el autor de El Quijote y probablemente la
persona con el dominio más acabado del idioma español, quien sin embargo no
poseía educación universitaria, al igual que Cisternas. Pero estos argumentos
reflejaban excepciones, no poseían valor alguno. A poco que se investigara la
vida de Cisternas surgían sus aficiones al alcohol y a los bailes populares, su
promiscuidad y su tendencia a participar de confusos episodios de violencia.
Todo ello, sumado a su escasa formación registrada –su logro académico más
rutilante era la obtención del título de bachiller a sus treinta y ocho años en
una escuela para adultos- denotaban inequívocamente que pensar que este hombre
era el autor de “Tres ensayos sobre Melville” –por citar sólo un ejemplo- era
absolutamente absurdo.
Sin embargo, allí
estaban los manuscritos, fríos, sólidos, objetivos. Cualquier análisis
pormenorizado de la vida de ambos hombres que se hiciera, no podía soslayar el
hecho de que el registro más antiguo que se tenía de las obras le pertenecía al
puño y letra de Cisternas. Se trataba de
una prueba que tenía el carácter de indubitable, sin contar, además, con el
sugestivo hecho de que la producción literaria de Martínez Losada no había dado
comienzo sino hasta que Cisternas inició su período tras las rejas –lugar en el
que, además, moriría a sus cincuenta años-.
Tres años antes,
cuando todavía la polémica existía, y el grueso de los estudiosos no se había
decantado definitivamente hacia la teoría que otorgaba la autoría de los textos
a Cisternas, Blaquier Lynch se había ilusionado con el hallazgo de un arcón
repleto de papeles escritos por Martínez Losada, en poder de una sobrina del
escritor. Había allí una extraordinaria cantidad de papel escrito entre la que
no encontró ni una sola cosa que apoyara su teoría. Numerosas notas a la
intendencia de la ciudad reclamando la reparación del alumbrado público, o la
expulsión de vagabundos del área céntrica; cientos de cartas destinadas al
presidente de la nación, denunciando atropellos banales en su mayoría;
interminables listas de compras absolutamente desprovistas de valor literario
alguno.
Como si esto no
hubiera sido suficiente desazón, Blaquier Lynch no halló en estos escritos
rastro alguno de la talentosa prosa que poblaba toda obra de Martínez Losada.
En estos papeles su escritura era insultantemente normal y homogeneizada,
estrictamente informativa, sin diferencia alguna con el manual de una heladera,
o un libro de anatomía. Se adivinaban en sus frases, y en el uso de palabras
poco habituales, una erudición importante, pero de ninguna manera eran la obra
de un genio. Blaquier Lynch, convencido de que ese hallazgo no haría más que
avivar el fuego en contra de su autor favorito, convenció a la sobrina de que
el mejor destino para esos papeles era el fuego purificador. “Publicar esto no
hará más que debilitar el prestigio de su tío”, le dijo, con su orgullo
profundamente herido.
Días después, en una
noche solitaria, envalentonado luego de una botella de whisky, arrojó
concienzudamente cada uno de los papeles al fuego, y los observó arder con la
desazón de quien ve que su trabajo, que el esfuerzo de toda su vida, ha sido en
vano. Tal vez fuera el humo, o el alcohol, pero fuera lo que fuera, aquella
noche lloró amargamente mientras veía desvanecerse a sus últimas ilusiones.
¿Por qué no podía
aceptar la teoría de que Ramón Cisternas había escrito las obras que le
apasionaban? Algunos de sus compañeros académicos se habían rendido ante la
evidencia y abrazaban sin pruritos la causa a favor del escritor paraguayo, lo
cual no era extraño, dado que en definitiva el arte debía legitimarse por sí
mismo y no por su autor, afirmaban. Pero él no tenía la fe del converso, y le
parecía absurdo aceptar la autoría de Cisternas sobre esas obras. Separar la
obra del autor era un recurso inaceptable, incluso desde un punto de vista
científico. Mal podía pregonarse la autoría de obras literarias extraordinarias
por parte de un hombre que a todas luces no poseía la preparación necesaria.
Pero además, había algo más que lo atormentaba: le resultaba imposible aceptar
la superioridad intelectual de alguien que no poseía, al menos, su misma
formación académica. Podía tolerar perfectamente la idea de que Martínez
Losada, un hombre de una cultura extraordinaria, había alcanzado alturas que él
jamás, ni en sus sueños más delirantes, alcanzaría. Pero no podía tolerar la
posibilidad de que Ramón Cisternas, un hombre que no había aprendido a leer
hasta su adolescencia y que jamás había pertenecido a los ambientes adecuados,
era capaz de esas mismas proezas narrativas.
Así, mientras sus
colegas se dividían entre aquellos que consideraban que estas obras no habían
perdido un ápice de su valor literario, y otros sostenían –hipócritamente- que
durante todos esos años habían sido sobrevaloradas, Blaquier Lynch se mantuvo
al margen, repelido por la figura grotescamente inadecuada de Ramón Cisternas,
pero aun seducido por la belleza de esas obras que, en definitiva, se mantenían
inalterables. Pronto abandonó todo análisis de las mismas en sus clases
universitarias, y las arrumbó en los estantes más recónditos de su biblioteca.
Por las noches resistía la tentación de releerlas, preso de constantes debates
internos tan intensos como estériles ¿Por qué no podía solazarse en su lectura
como tantas veces lo había hecho? Disfrutaba sin culpas del trabajo artístico
de autores que habían cometido crímenes atroces, pero no podía tolerar la idea
de aceptar que esas obras, a las que había dedicado su vida e intelecto, habían
sido escritas por un vulgar campesino.
El último bastión de
quienes seguían defendiendo a Martínez Losada como el verdadero autor de las
obras en discusión, era que nunca se había hallado un manuscrito más antiguo de
“De espaldas al mar” que el que se encontraba en el Museo Nacional de Bellas
Artes, de puño y letra de Martínez Losada, fechado en Noviembre de 1967. El
sobrino de Cisternas adujo que existía un manuscrito más antiguo, pero nunca
pudo demostrar su existencia.
Y entonces se
encendió una luz de esperanza, cuando, sin previo aviso, se apersonó en su
estudio un hombre que afirmaba ser sobrino nieto de Martínez Losada, y conocer
el paradero de los verdaderos manuscritos originales de las demás obras.
Blaquier Lynch intentó no dejarse llevar por el entusiasmo, en particular
porque las indicaciones que recibió de este informante no eran demasiado
precisas. Pero al poco tiempo se halló reconstruyendo los pasos olvidados del
prócer literario caído en desgracia y, merced a una combinación de habilidad
deductiva y azar, una fría noche de Agosto se encontró frente al portón que
ahora observaba, dentro del que podía existir una justificación para todo su
esfuerzo, la realización de su destino truncado y la reivindicación definitiva
de Martínez Losada.
Apagó el cigarrillo y
lo pisó con fuerza, tratando mediante ese gesto de juntar valor para traspasar
el umbral que se alzaba ante su vista, sabedor de que detrás de esa puerta le
esperaba el regreso al paraíso o la continuación indefinida de su condena en el
abismo de la desilusión. Cuando lo abrió,
los goznes del portón produjeron un sonido hiriente, lleno de suspenso.
Cuando vio la primera
caja, prolijamente rotulada “Cuentos, 1958-1963” su corazón dio un salto, y
tuvo que concentrarse para mantenerse en pie luego de leer en otra el rótulo
“Ensayos, 1970-1975”. Pero como si su turbación no fuera suficiente con esos
hallazgos, cuando vio la caja que anunciaba en su tapa “Y el oro perdió su brillo, 1970”, su
respiración se detuvo, y no pudo evitar que la minúscula llama de esperanza que
a duras penas sobrevivía en su corazón se convirtiera en una hoguera abrasadora
que le quemaba el pecho.
¿Por dónde empezar?
Había soñado con ese momento miles de veces, y ahora que se convertía en
realidad le resultaba tremendamente difícil superar el bloqueo de la conmoción
que se sentía. Sus músculos estaban agarrotados por una ansiedad paralizante.
Poco a poco logró dominar sus emociones y empezar a abrir una de las cajas, la
que anunciaba en su tapa “Borradores varios, 1950-1975”. Pero entonces, cuando
estaba a punto de hojear los primeros cuadernos amarillentos que había sacado,
vio algo que hizo que su corazón se detuviera por completo. En un rincón del
lugar, una caja apartada tenía un rótulo que anunciaba “De espaldas al mar,
1964”.
Caminó vacilante
hacia la caja, preso de una mezcla de temor y desconfianza hacia su nuevo
hallazgo ¿Acaso Martínez Losada había escrito “De espaldas al mar” en 1964? ¿Había
encontrado una versión más temprana de la obra? Paulatinamente esta idea creció
en su pensamiento y terminó abriendo la caja a tirones, cortando las ataduras
que la cubrían lleno de euforia ante la perspectiva de haber encontrado un
tesoro de ese tamaño.
Segundos después
sostenía ante sus ojos un cuaderno amarillento escrito en una caligrafía que, para su sorpresa, era completamente
distinguida de la letra estilizada y solemne de Martínez Losada, pero que
tampoco se asemejaba en ningún aspecto a la grafía tosca y exagerada de
Cisternas. Se trataba de una escritura redondeada y prolija, con especial
cuidado en el cierre de cada una de las letras, acentos, diéresis y signos de
puntuación estaban meticulosamente realizados. Blaquier Lynch hojeó algunas
páginas y se encontró con una versión ligeramente distinta de la obra que
tantas veces había leído. Se encontraba, claramente, ante una versión sin pulir
de esa obra inmortal.
Comenzó a pasar las
páginas con mayor velocidad hasta que, al llegar a la última, leyó horrorizado,
luego de la palabra “FIN” escrita con celoso cuidado, algo que jamás se habría
imaginado: “Escrito entre los meses de Febrero a Junio de 1964 por Felicia Soledad Arroyo”. Luego de leerlo
un mareo insoportable lo abatió y dio con sus huesos en el duro cemento del
piso del depósito. El horror, lo inimaginable ¡Felicia Arroyo no era más que la
cocinera de Martínez Losada! Una mujer que había llegado de un pueblo perdido
en el interior de La Pampa para trabajar en las tareas domésticas de la casa de
los Martínez Losada, a cambio de vivienda y sustento. Una pobre pueblerina que
contaba como sus únicos y modestos laureles educativos haber completado la
escuela primaria y tomar cursos aislados de crochet.
Blaquier Lynch se
esforzó como nunca por recuperar el aliento y se incorporó desesperado. Comenzó
a abrir las cajas y explorar su contenido frenéticamente, enajenado. Todos los
cuadernos, cada una de las hojas ¡Cada una de las palabras habían sido escritas
con esa letra infantilmente prolija y meticulosa! Cada obra que se había
atribuido a Martínez Losada o a Cisternas estaba ahí, escrita a mano, con fechas
más antiguas que todos los manuscritos hallados hasta el momento.
La sola posibilidad
de que lo que temía fuera cierto, hizo que Blaquier Lynch se estremeciera de
dolor. Aun incrédulo de las implicancias de sus hallazgos, no podía, por el
bien de la literatura, conceder la menor oportunidad de que se corroborara la
terrible hipótesis que tenía ante sus ojos. No necesitó pensarlo demasiado,
sólo unos segundos le bastaron para convencerse de que ese depósito debía arder
hasta sus cimientos.
rodrigo consigue mantenerte aferrado a esta historia apasionante de suspenso y desilusión pendular...hay que leerlo.Felicitaciones y un abrazo Rodrigo.
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