miércoles, 12 de febrero de 2014

Las obras perdidas





            Ernesto Blaquier Lynch se detuvo sin aliento frente al depósito de la calle Belgrano, cuyo portón oxidado y chirriante, absolutamente desvencijado y vencido por el inexorable paso del tiempo, no hacía prever que dentro de él estuviera el tesoro prometido. A pesar de la ansiedad que le invadía el cuerpo, del deseo desbordado por entrar a ese lugar, encendió un cigarrillo y contempló extasiado el depósito durante unos minutos, tratando de acostumbrarse a la idea de que existía, de que no era otro callejón sin salida, otra esperanza marchita. Se acercó y pasó su mano izquierda por el portón, y sintió como a su tacto todo su cuerpo se aflojó, sus músculos se desanudaron y sus hombros cayeron exhaustos. Había llevado ese peso enorme encima suyo por demasiado tiempo.
            Había dedicado su vida al estudio de la obra de Facundo Martínez Losada. Desde su tesis doctoral, análisis de su novela “De espaldas al mar”, hasta la transcripción de sus discursos en Cambridge, a finales de la década del sesenta, en los cuales el autor había definido el alcance y las aristas de su obra con una maestría inigualable. Había construido su prestigio como académico sobre la obra de Martínez Losada, su vida entera giraba en torno a otra persona, su propia identidad se definía por la de alguien más.
            Y entonces, cinco años antes de aquella noche gélida y desangelada, todo se había derrumbado. El hallazgo de manuscritos  de “Y el oro perdió su brillo”, una de las novelas más aclamadas de Martínez Losada, así como de los discursos del mismo y de sus ensayos sobre literatura inglesa del siglo XVIII en poder del nieto del chofer del escritor, abonó la  teoría de que en verdad Martínez Losada no había creado nada, sino que había presentado obras escritas por su chofer -un paraguayo iletrado de nombre Ramón Cisternas- como de su autoría, aprovechando el encarcelamiento de este hombre por una trifulca callejera.
            A partir de ese día, la sombra de la duda descendió sobre la memoria de Martínez Losada, y en consecuencia sobre Blaquier Lynch, quien fue acusado de defender la obra de un vil estafador sin talento. Estudios posteriores confirmaron, además, que los manuscritos hallados eran más antiguos que cualquiera de los que había mecanografiado Martínez Losada utilizando su clásica máquina de escribir Remington, la misma que reposaba en la sala de la casa de Blaquier Lynch como su posesión más preciada.
            Blaquier Lynch, a contramano del ambiente académico, que celebraba la aparición de un talento innato como el de Cisternas, de un prodigio autodidacta de la literatura, se resistía a creer que un hombre que no había tenido una educación formal hasta su adolescencia, y que había pasado la mayor parte de su niñez cosechando caña de azúcar en Paraguay, podía haber creado las excelsas obras que habían ocupado gran parte de su vida. Aquel vocabulario florido y, a la vez, quirúrgicamente preciso, aquellos recursos lingüísticos de vanguardia sin resignar la elegancia clásica, y por sobre todo, aquel conocimiento vasto de la historia universal, no podían ser obra de un hombre que no había aprendido a leer hasta sus quince años ¿Acaso no era obvio que Martínez Losada era el único que cumplía con los requisitos para firmar esas maravillosas obras? ¿Cómo podían sus colegas pretender que un proletario ignorante como Cisternas poseyera un acabado conocimiento de la obra de Byron, Joyce o Wilde, por nombrar solo algunos?             Martínez Losada había crecido entre bibliotecas, en el seno de una familia de alta alcurnia porteña en la cual sus preocupaciones, mientras crecía, no pasaban por procurar su sustento o ayudar a sus padres en el arduo trabajo zafrero. Por el contrario, tenía tiempo para leer, y una preparación adecuada para hacerlo. Esa era la vida de un intelectual, la génesis necesaria para que un hombre pudiera alumbrar obras literarias de valor inconmensurable. Ni siquiera las mujeres ni otros placeres terrenales turbaban la preparación académica de Martínez Losada, quien prefería pasar su tiempo libre –abundante, por cierto- recorriendo los interminables pasillos de la biblioteca nacional antes que regodearse en vicios mundanos, como seguramente haría Cisternas en los pocos ratos libres que tendría entre la limpieza de carburadores o el mantenimiento del motor.
            Algunos de sus colegas le recordaban el caso de Ernest Hemingway, como un caso paradigmático de un hombre entregado en cuerpo y alma a actividades inusuales para un escritor, que sin embargo había producido obras inmortales. Otros mencionaban el caso de Miguel de Cervantes, el autor de El Quijote y probablemente la persona con el dominio más acabado del idioma español, quien sin embargo no poseía educación universitaria, al igual que Cisternas. Pero estos argumentos reflejaban excepciones, no poseían valor alguno. A poco que se investigara la vida de Cisternas surgían sus aficiones al alcohol y a los bailes populares, su promiscuidad y su tendencia a participar de confusos episodios de violencia. Todo ello, sumado a su escasa formación registrada –su logro académico más rutilante era la obtención del título de bachiller a sus treinta y ocho años en una escuela para adultos- denotaban inequívocamente que pensar que este hombre era el autor de “Tres ensayos sobre Melville” –por citar sólo un ejemplo- era absolutamente absurdo.
            Sin embargo, allí estaban los manuscritos, fríos, sólidos, objetivos. Cualquier análisis pormenorizado de la vida de ambos hombres que se hiciera, no podía soslayar el hecho de que el registro más antiguo que se tenía de las obras le pertenecía al puño y letra de Cisternas.  Se trataba de una prueba que tenía el carácter de indubitable, sin contar, además, con el sugestivo hecho de que la producción literaria de Martínez Losada no había dado comienzo sino hasta que Cisternas inició su período tras las rejas –lugar en el que, además, moriría a sus cincuenta años-.        
           

            Tres años antes, cuando todavía la polémica existía, y el grueso de los estudiosos no se había decantado definitivamente hacia la teoría que otorgaba la autoría de los textos a Cisternas, Blaquier Lynch se había ilusionado con el hallazgo de un arcón repleto de papeles escritos por Martínez Losada, en poder de una sobrina del escritor. Había allí una extraordinaria cantidad de papel escrito entre la que no encontró ni una sola cosa que apoyara su teoría. Numerosas notas a la intendencia de la ciudad reclamando la reparación del alumbrado público, o la expulsión de vagabundos del área céntrica; cientos de cartas destinadas al presidente de la nación, denunciando atropellos banales en su mayoría; interminables listas de compras absolutamente desprovistas de valor literario alguno.
            Como si esto no hubiera sido suficiente desazón, Blaquier Lynch no halló en estos escritos rastro alguno de la talentosa prosa que poblaba toda obra de Martínez Losada. En estos papeles su escritura era insultantemente normal y homogeneizada, estrictamente informativa, sin diferencia alguna con el manual de una heladera, o un libro de anatomía. Se adivinaban en sus frases, y en el uso de palabras poco habituales, una erudición importante, pero de ninguna manera eran la obra de un genio. Blaquier Lynch, convencido de que ese hallazgo no haría más que avivar el fuego en contra de su autor favorito, convenció a la sobrina de que el mejor destino para esos papeles era el fuego purificador. “Publicar esto no hará más que debilitar el prestigio de su tío”, le dijo, con su orgullo profundamente herido.
            Días después, en una noche solitaria, envalentonado luego de una botella de whisky, arrojó concienzudamente cada uno de los papeles al fuego, y los observó arder con la desazón de quien ve que su trabajo, que el esfuerzo de toda su vida, ha sido en vano. Tal vez fuera el humo, o el alcohol, pero fuera lo que fuera, aquella noche lloró amargamente mientras veía desvanecerse a sus últimas ilusiones.


            ¿Por qué no podía aceptar la teoría de que Ramón Cisternas había escrito las obras que le apasionaban? Algunos de sus compañeros académicos se habían rendido ante la evidencia y abrazaban sin pruritos la causa a favor del escritor paraguayo, lo cual no era extraño, dado que en definitiva el arte debía legitimarse por sí mismo y no por su autor, afirmaban. Pero él no tenía la fe del converso, y le parecía absurdo aceptar la autoría de Cisternas sobre esas obras. Separar la obra del autor era un recurso inaceptable, incluso desde un punto de vista científico. Mal podía pregonarse la autoría de obras literarias extraordinarias por parte de un hombre que a todas luces no poseía la preparación necesaria. Pero además, había algo más que lo atormentaba: le resultaba imposible aceptar la superioridad intelectual de alguien que no poseía, al menos, su misma formación académica. Podía tolerar perfectamente la idea de que Martínez Losada, un hombre de una cultura extraordinaria, había alcanzado alturas que él jamás, ni en sus sueños más delirantes, alcanzaría. Pero no podía tolerar la posibilidad de que Ramón Cisternas, un hombre que no había aprendido a leer hasta su adolescencia y que jamás había pertenecido a los ambientes adecuados, era capaz de esas mismas proezas narrativas.
            Así, mientras sus colegas se dividían entre aquellos que consideraban que estas obras no habían perdido un ápice de su valor literario, y otros sostenían –hipócritamente- que durante todos esos años habían sido sobrevaloradas, Blaquier Lynch se mantuvo al margen, repelido por la figura grotescamente inadecuada de Ramón Cisternas, pero aun seducido por la belleza de esas obras que, en definitiva, se mantenían inalterables. Pronto abandonó todo análisis de las mismas en sus clases universitarias, y las arrumbó en los estantes más recónditos de su biblioteca. Por las noches resistía la tentación de releerlas, preso de constantes debates internos tan intensos como estériles ¿Por qué no podía solazarse en su lectura como tantas veces lo había hecho? Disfrutaba sin culpas del trabajo artístico de autores que habían cometido crímenes atroces, pero no podía tolerar la idea de aceptar que esas obras, a las que había dedicado su vida e intelecto, habían sido escritas por un vulgar campesino.
            El último bastión de quienes seguían defendiendo a Martínez Losada como el verdadero autor de las obras en discusión, era que nunca se había hallado un manuscrito más antiguo de “De espaldas al mar” que el que se encontraba en el Museo Nacional de Bellas Artes, de puño y letra de Martínez Losada, fechado en Noviembre de 1967. El sobrino de Cisternas adujo que existía un manuscrito más antiguo, pero nunca pudo demostrar su existencia.



            Y entonces se encendió una luz de esperanza, cuando, sin previo aviso, se apersonó en su estudio un hombre que afirmaba ser sobrino nieto de Martínez Losada, y conocer el paradero de los verdaderos manuscritos originales de las demás obras. Blaquier Lynch intentó no dejarse llevar por el entusiasmo, en particular porque las indicaciones que recibió de este informante no eran demasiado precisas. Pero al poco tiempo se halló reconstruyendo los pasos olvidados del prócer literario caído en desgracia y, merced a una combinación de habilidad deductiva y azar, una fría noche de Agosto se encontró frente al portón que ahora observaba, dentro del que podía existir una justificación para todo su esfuerzo, la realización de su destino truncado y la reivindicación definitiva de Martínez Losada.
            Apagó el cigarrillo y lo pisó con fuerza, tratando mediante ese gesto de juntar valor para traspasar el umbral que se alzaba ante su vista, sabedor de que detrás de esa puerta le esperaba el regreso al paraíso o la continuación indefinida de su condena en el abismo de la desilusión.  Cuando lo abrió, los goznes del portón produjeron un sonido hiriente, lleno de suspenso.
            Cuando vio la primera caja, prolijamente rotulada “Cuentos, 1958-1963” su corazón dio un salto, y tuvo que concentrarse para mantenerse en pie luego de leer en otra el rótulo “Ensayos, 1970-1975”. Pero como si su turbación no fuera suficiente con esos hallazgos, cuando vio la caja que anunciaba en su tapa  “Y el oro perdió su brillo, 1970”, su respiración se detuvo, y no pudo evitar que la minúscula llama de esperanza que a duras penas sobrevivía en su corazón se convirtiera en una hoguera abrasadora que le quemaba el pecho.
            ¿Por dónde empezar? Había soñado con ese momento miles de veces, y ahora que se convertía en realidad le resultaba tremendamente difícil superar el bloqueo de la conmoción que se sentía. Sus músculos estaban agarrotados por una ansiedad paralizante. Poco a poco logró dominar sus emociones y empezar a abrir una de las cajas, la que anunciaba en su tapa “Borradores varios, 1950-1975”. Pero entonces, cuando estaba a punto de hojear los primeros cuadernos amarillentos que había sacado, vio algo que hizo que su corazón se detuviera por completo. En un rincón del lugar, una caja apartada tenía un rótulo que anunciaba “De espaldas al mar, 1964”.
            Caminó vacilante hacia la caja, preso de una mezcla de temor y desconfianza hacia su nuevo hallazgo ¿Acaso Martínez Losada había escrito “De espaldas al mar” en 1964? ¿Había encontrado una versión más temprana de la obra? Paulatinamente esta idea creció en su pensamiento y terminó abriendo la caja a tirones, cortando las ataduras que la cubrían lleno de euforia ante la perspectiva de haber encontrado un tesoro de ese tamaño.
            Segundos después sostenía ante sus ojos un cuaderno amarillento escrito en una caligrafía  que, para su sorpresa, era completamente distinguida de la letra estilizada y solemne de Martínez Losada, pero que tampoco se asemejaba en ningún aspecto a la grafía tosca y exagerada de Cisternas. Se trataba de una escritura redondeada y prolija, con especial cuidado en el cierre de cada una de las letras, acentos, diéresis y signos de puntuación estaban meticulosamente realizados. Blaquier Lynch hojeó algunas páginas y se encontró con una versión ligeramente distinta de la obra que tantas veces había leído. Se encontraba, claramente, ante una versión sin pulir de esa obra inmortal.
            Comenzó a pasar las páginas con mayor velocidad hasta que, al llegar a la última, leyó horrorizado, luego de la palabra “FIN” escrita con celoso cuidado, algo que jamás se habría imaginado: “Escrito entre los meses de Febrero a Junio de  1964 por Felicia Soledad Arroyo”. Luego de leerlo un mareo insoportable lo abatió y dio con sus huesos en el duro cemento del piso del depósito. El horror, lo inimaginable ¡Felicia Arroyo no era más que la cocinera de Martínez Losada! Una mujer que había llegado de un pueblo perdido en el interior de La Pampa para trabajar en las tareas domésticas de la casa de los Martínez Losada, a cambio de vivienda y sustento. Una pobre pueblerina que contaba como sus únicos y modestos laureles educativos haber completado la escuela primaria y tomar cursos aislados de crochet.
            Blaquier Lynch se esforzó como nunca por recuperar el aliento y se incorporó desesperado. Comenzó a abrir las cajas y explorar su contenido frenéticamente, enajenado. Todos los cuadernos, cada una de las hojas ¡Cada una de las palabras habían sido escritas con esa letra infantilmente prolija y meticulosa! Cada obra que se había atribuido a Martínez Losada o a Cisternas estaba ahí, escrita a mano, con fechas más antiguas que todos los manuscritos hallados hasta el momento.
            La sola posibilidad de que lo que temía fuera cierto, hizo que Blaquier Lynch se estremeciera de dolor. Aun incrédulo de las implicancias de sus hallazgos, no podía, por el bien de la literatura, conceder la menor oportunidad de que se corroborara la terrible hipótesis que tenía ante sus ojos. No necesitó pensarlo demasiado, sólo unos segundos le bastaron para convencerse de que ese depósito debía arder hasta sus cimientos.
           

1 comentario:

  1. rodrigo consigue mantenerte aferrado a esta historia apasionante de suspenso y desilusión pendular...hay que leerlo.Felicitaciones y un abrazo Rodrigo.

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